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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La geometría del dolor

Hace unos años, el festival de Cannes programó una película de título bíblico: No matarás, cuyo estilo pulverizaba las fórmulas convenidas por el comercio de cine. Fue la primera que se estrenó en Occidente de Krysztof Kieslowski, cineasta polaco entrado en años, con mirada grande y azul de dura intensidad, desconocido fuera de su país y por el que entonces nadie -salvo un puñado de iluminados- apostó un céntimo después de ver aquella su primera obra que atravesó las fronteras físicas y morales de Polonia.La respuesta al filme fue: ¡Cineasta al agua!", dicha por quienes dicen que no hay que nadar en estos tiempos contra la corriente. Pero han pasado los años, Kieslowski sigue remando en solitario río arriba y pese a ello, o precisamente por ello, se ha convertido en un clásico vivo del cine europeo, y en su Azul -primer filme de una trilogía que seguirá en Blanco y terminará en Rojo, los tres colores de la bandera francesa y los tres vértices del evangelio revolucionario: libertad, igualdad y fraternidad-, su geométrico y singular estilo sigue elevándonos hacia la recuperación de] ciñe en estado de total pureza y, de entrega a la olvidada pasión de la pantalla por a verdad, por la terca persistencia de la tragedia en la vida contemporánea y por lo que nos ocurre a los hombres comunes cuando nos asalta lo descomunal cualquier día en cualquier esquina.

Tres colores

AzulDirección: Krysztof Kieslowski. Guión: Krysztof Piesiewicz y K. Kieslowski. Fotografía: Slawomir Idziak. Música: Zbigniew Preisner. Francia-Polonia, 1993. Intérpretes: Juliette Binoche, Benoit Regent, Helene Vincent, Florence Pernel, Charlotte Very, Hugues Quester. Estreno en Madrid: cines Princesa, Renoir (en versión original) y (en versión doblada) Roxy.

Es Azul un aparentemente gélido -sólo aparentemente: esconde un núcleo encendido como un ascua- poema trágico. Construye en imágenes, y lo hace con armas específicas de la pasión por la exactitud, el laborioso y casi mudo esfuerzo -es el filme, metafóricamente hablando, relato de un parto: un alumbramiento- de la reconstrucción de una identidad destruida por un azar no casual, ya que está legislado por las leyes que distribuyen entre los hombres el dolor humano. Una mujer pierde, en una ráfaga instantánea de infortunio, a su marido y a su pequeña hija: queda en absoluta soledad y ha de reinventarse a sí misma para sobrevivir a ese seco puñetazo de insufrible sufrimiento.

Tiene para transitar su intransitable camino un arma moral: su decisión de vivir; y un cauce existencial: su instinto de libertad, su capacidad de creación. Y la mujer emprende -en carne viva y acurrucada detrás de la magnética, húmeda y hermosa mirada negra de Juliette Binoche- esa busqueda, esa forma extrema del esfuerzo cotidiano de parirse, de crearse a sí mismo: la libertad en cuanto tragedia o, si se quiere, la tragedia en cuanto suprema formalización poética de la libertad.

Emoción y conmoción

No hemos salido del punto de partida y ya estamos en el final. El relato Azul es todo lo que hay dentro de este áspero y desgarrado círculo: ese parto de uno mismo desde dentro de uno mismo en que consiste la mecánica última de vivir, que ahora, en las oscuras e imprecisas latitudes históricas donde nos movemos vuelve a ser sobrevivir. Y todo cuanto Kieslowski, Binoche, el músico Preisner, el fotógrafo Idziak, convertidos en una piña en estado de gracia, ponen dentro de ese círculo es cine de altísima pureza y, por consiguiente, un zarandeo a los hipócritas soportes de nuestro equilibrio mental y moral. Un desazonador, pero al mismo tiempo secuestrador, acuerdo optimista brota a chorros de la pantalla de Azul.

En la captura del sufrimiento está también la captura de su escondida razón de ser y nuestra capacidad para deducir de él, aunque sea quimérico, un sentido a la vida. Y la emoción solitaria de Azul se vuelve así emoción compartida, conmoción. Estamos, por ello, ante un cine que conjuga con desconcertante simplidad algunas de las cuestiones mayores, que son siempre las más simples y sencillas, de la existencia.

La enorme densidad de esta película milagrosamente transparente nos mantiene durante hora y media en vilo. Es cine que contiene un reconfortante acuerdo entre lo que en él se quiere decir y lo que efectivamente se dice. Hay por ello dentro de Azul la indefinible paradoja de las obras superiores de la inteligencia: algo que se asemeja -y las palabras sólo logran ante obras como éstas ser sombras aproximadas de la precisión de las imágenes- a una revelación de la misteriosa materia en que consiste el espíritu.

Es por ello indispensable ver esta obra, pues recarga con nueva energía la vieja razón de que el cine es una forma de conocimiento y la pantalla algo más que un pesebre destinado a calmar el hambre de entretenimiento que genera en nosotros el tedio mortal donde duerme Europa, este anestesiado continente resumen del mundo que se creyó fugazmente dueño de un modelo universal e imperecedero de vida que ahora, repentinamente, se desliza y retrocede hacia los vertederos de las cosas que van a la deriva. Es por ello Azul un asunto universal apretado en un nudo en la garganta de quien lo contempla.

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