Las imperfecciones de una teoría
Con el título de Keynesianismo hidráulico imperfecto se publicaba recientemente en este mismo periódico un artículo firmado por Alberto Recarte, técnico comercial del Estado, en el que denunciaba "la incongruencia de la política económica del Gobierno que supone, por una parte, aumentar el gasto público y, por otra, retrasar los pagos a las empresas a las que se contrata" (EL PAÍS, 29 de septiembre de 1993).El autor plantea, sin duda, una cuestión de gran importancia, no suficientemente conocida por la opinión pública y escasamente considerada en la discusión sobre la política económica española. Quisiera hacer aquí algunas consideraciones sobre algunas de las ideas y opiniones que se exponen en el citado artículo.
En primer lugar, y sin pretender en absoluto minimizar la dimensión del problema, resulta difícil compartir la visión en extremo catastrofista de Recarte. Por ejemplo, cuando afirma: "los retrasos en los pagos de todas las administraciones públicas (AA PP) se han convertido, en mi opinión, en un factor clave para explicar el desplome de las expectativas empresariales, la recesión y el desempleo de nuestro país". El retraso del pago a sus sumistradores por parte de las AA PP existe, pero de ahí a explicar la crisis económica por la que atraviesa nuestro país -y el conjunto de nuestros socios europeos- en base a este factor, constituye obviamente una exageración.
Igual que afirmar que "el 50% del gasto en España es público". Es también una exageración porque la realidad es que no llega ni siguiera a la mitad, ni al 25%. En 1992, el gasto de las AA PP en consumo e inversión en porcentaje del PIB, es decir, en porcentaje de la producción o gasto realizado en España, fue un 21,1% (un 17,41/6 correspondiente a gastos de consumo y un 4,3% a gastos de inversión). Si a esa cifra del 21,1% le añadimos el valor de las transferencias que realizan las AA PP a familias y empresas (las pensiones, las prestaciones por desempleo, las subvenciones y los de la deuda, básicamente) entonces sí obtenemos una cifra más cercana a ese 50% al que se refiere Recarte, exactamente el 46,3% del PIB en 1992. Pero merece la pena insistir en que ello no significa que "el 50% del gasto en España es público". En realidad, esa cifra corresponde al indicador utilizado más frecuentemente para medir el tamaño del sector público y hacer comparaciones entre países; un indicador que a menudo se interpreta mal produciendo una visión muy distorsionada de la actividad pública en la que se atribuye a las AA PP un peso desmesurado en el gasto nacional. Porque las AA PP no gastan las transferencias: únicamente las canalizan hacia las familias y empresas quienes decidirán, como ingresos suyos que son, si los gastan o si prefieren ahorrarlos.
En el actual contexto recesivo, para muchas empresas españolas el retraso de las AA PP en sus pagos tiene consecuecias especia mente graves, poniendose incluso en cuestión la supervivencia de la misma empresa. Pero la solución que propone Recarte tampoco parece que pueda ser la apropiada. No basta, lamentablemente, con que "el actual Gobierno, que sigue siendo monocolor, se confiese y reconozca ese mayor gasto y endeudamiento" y recurra a "una financiación heterodoxa con el Banco de España aún a pesar de la consiguiente realimentación de las tensiones inflacionistas" como se propone.
No basta porque, por un lado, la deuda no es sólo de la Administración central, sino también de las 17 comunidades autónomas y de los más de 8.000 Ayuntamientos y diputaciones de nuestro país.
Y, por otro lado, porque la posibilidad de acudir al Banco de España debe quedar descartada, pero no ya por su potencial incidencia negativa sobre la inflación, sino porque a partir del primero de enero de 1994, el Tratado de Maastricht prohibe totalmente que el Banco de España conceda financiación a cualquier organismo público.
Al Gobierno de la nación no le podemos pedir responsabilidades sobre la evolución de los débitos de las adminitraciones territoriales quienes tienen plena autonomía financiera fundada en la Constitución y en la LOFTCA. Y en lo que se refiere a la deuda de la Administración central, que es sobre la que el Gobierno tiene responsabilidad, creo que es justo reconocer el esfuerzo que se ha realizado ya para abordar el problema. Un esfuerzo que puede medirse; que puede cuantificarse por medio de cifras, aunque a veces éstas lleguen a la opinión pública de forma confusa. Creo que ésta es una buena oportunidad para hacer algunas aclaraciones al respecto, para lo cual me centraré en la evolución de la deuda con las empresas constructoras del Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente por ser éste el principal agente inversor público: en 1994 el conjunto de organismos y entes públicos dependientes del MOPTMA realizarán una cifra de inversión próximo al 2% del PIB.
Las informaciones que suelen aparecer en la prensa evalúan la deuda a las empresas constructoras entre 700.000 y 800.000 millones, de pesetas y corresponden, no sólo al Estado, sino a la totalidad de las administraciones pública . La parte correspondiente a la Administración central (incluyendo Seguridad Social), se evalúa por la misma patronal en un tercio del total.
Ahora bien, lo que fuentes del sector de la construcción estiman como deuda del ministerio con las empresas constructoras, corresponde a tipos de expedientes diversos: unos (técnicamente denominados liquidaciones o revisiones de precios), sí son deuda en sentido estricto; otros no (los expedientes de obras complementarias o modificados, aún no aprobados técnicamente), porque en este caso lo que hay es una incidencia contratual en trámite de regularización, es decir, obra prevista pero no realizada aún, por lo que realmente no constituye deuda.
Actualmente, el tiempo medio transcurrido desde que en cualquier punto del país un ingeniero, a pie de obra, certifica el volumen de trabajo realizado hasta que los servicios administrativos del ministerio remiten al Ministerio de Economía y Hacienda la orden de pago, es de 25 días (incluyendo los trámites ante la Intervención General del Estado, que certifica la existencia de crédito disponiIble). A ello hay que añadir un plazo medio de 45 días que emplea Tesoro en ordenar la disposición del pago. Todo ello -70 días- está por debajo de los 90 días que recoge la Ley de Contratos del Estado, y en consonancia con las prácticas habituales de nuestras empresas. Por último, no se tiene en cuenta tampoco en las estimaciones anteriores (no se resta) el anticipo pagado a las constructoras para acopio de materiales y maquinaria, establecido en la Ley de Contratos.
En suma, ¿cuál es la realidad?
La realidad es que, desde el verano de 1991 hasta el ejercicio actual, se habrán regularizado todas las incidencias aprobadas (revisiones de precios, modificaciones de proyectos, obras complementarias) (130.000 millones de pesetas), quedando pendientes tan sólo aquéllas que aún no cuenten con la correspondiente aprobación técnica. Al acabar 1993 no habrá deuda en sentido estricto -obra aprobada y realizada, pendiente de pago- y el saldo de incidencias en tramitación, normal en toda ejecución de obra, se estima será de cuantía similar a la del anticipo vivo (50.000 millones de pesetas).
Por tanto, la responsabilidad directa del Gobierno en la deuda con las empresas constructoras está muy lejos de la cifra total que se maneja, y en una parte importante -la correspondiente al MOPTMA, principal inversor del Estado se habrá regularizado antes de final de año.
En conclusión, el diagnóstico que realizaba el articulista es cierto -existe un importante volumen de suministros impagados por el conjunto de las AA PP- pero, a mi juicio, se exagera tanto al valorar su incidencia en la situación económica como, sobre todo, al señalar al culpable de tal desatino. Es cierto, que sufrimos sequía, pero exclamar piove, porco governo dificilmente ayudará a resolver el tema.
Más aún, en los últimos meses una parte del debate político en España parece arrastrar también, como mercancía no declarada, de contrabando, posturas de rechazo al sistema, a los partidos, a los políticos, sin matices ni mayores disquisiciones. Para cualquier sensibilidad mínimamente democrática esto debe resultar difícilmente tolerable. El debate político es necesario y conveniente, pero siempre que éste se centre en clarificar los problemas presentes, aportando datos, propugnando soluciones y huyendo de la simplificación demagógica, que. puede servir para el mitin, pero difícilmente nos ayuda a reflexionar.
Creo, por tanto, que los keynesianos hidráulicos del ministerio -entre los que debo incluirme- podemos quedarnos tranquilos: en la actual coyuntura recesiva que atraviesa la economía española, apoyamos sin reservas el mantenimiento del ritmo de la inversión en infraestructuras como mecanismo de impulso a la actividad económica, pero sin acudir para ello a retrasar los pagos a las empresas constructoras. No se nos puede acusar, por tanto, de incongruentes.
El nivel de inversión depende en parte, sin duda, de la confianza que a los empresarios les inspire la política económica del Gobierno. Pero la confianza difícilmente se alcanzará si el debate político y económico -lícito, lógico, necesario- se mueve aparentemente más en el terreno de las generalizaciones descalificatorias que en el rigor presumible en aquellos que hablamos de política, escribimos de economía y trabajamos para el Estado.
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