La corrupción en tiempos de Franco
Militar -y héroe- de Franco, volvió a su pueblo -mártir, en Extremadura- y, a cambio de salvar la vida a un oficial de notaría, rojo, falsificó a su favor un testamento y se apropió de una riquísima finca. Años después, al borde de la muerte y al contacto casual de un cura de aldea, recibe la llamada divina, y en ella el imperativo categórico de que para obtener la absolución debe restituir lo que robó. Con lo cual arruina a toda su familia, a su administrador, hasta a su criado que forman una muralla para evitar esa desgracia, después de emitir discursos de la otra moral, de la moral del vencedor y del católico acomodaticio dibujan, por lo tanto, una sociedad de posguerra cruel y falsa, implicada en el mando: una dama censura películas, un caballero está a punto de ser ministro por su puntería en las cacerías.El converso deja de ser un santo ante todos para ser estrambótico, objeto de ridículo; se le podría incapacitar legalmente. El autor le deja morir en escena, siempre con su propósito intacto para que sepamos que va al cielo, mientras sus seres queridos respiran de alivio. Temo que no hubiera podido tener otro desenlace más que éste, desalentador, en el que la ética del crimen sigue triunfando.
La muralla
De Joaquín Calvo-Sotelo (1954). Intérpretes: Javier Escrivá, Margot Cottens, Francisco Piquer, Amparo Soto, Teófilo Calle, José Cela, Encarna Gómez, José María Escuer. Escenografía: Francisco Sanz. Dirección: Gustavo Pérez-Puig. Centro Cultural de la Villa, del Ayuntamiento de Madrid, 27 de octubre de 1993.
En 1954, esta obra de Calvo-Sotelo fue un escándalo: un éxito -en Lara, en provincias- al que nadie se podía oponer para no caer en el fariseísmo, aunque no creo que la reflexión obligara a nadie a devolver lo robado.
La reponen ahora, como homenaje póstumo a su autor, Gustavo Pérez Puig y el Ayuntamiento de Madrid, en el Centro Cultural de la Villa. Imagino que la intención es, a pesar de que todos son notorios derechistas y miembros del PP, la de mostrar que la denunciada corrupción actual no tiene la menor importancia respecto a lo que fue la rapiña de la guerra y la posguerra, y la calidad maldita de los vencedores; y de cómo el catolicismo -que ha sido después denunciado como "nacionalcatolicismo"- sirvió aquellos propósitos y aquellos crímenes.
Supongo que también la proyección de un No-Do a manera de prólogo, con la inauguración clásica del pantano y con los caballeros de las órdenes militares en el Año Santo de Santiago, está hecha, también, para ridiculizar aquellos personajes y denunciar lo que había bajo hábitos y uniformes: llega Pérez Puig incluso más allá que Calvo-Sotelo, que, a pesar del permiso para representar esta obra, que sin duda pudo obtener de la censura gracias a su apellido, la contuvo en la medida de lo que era posible hacer; y trató de fingir que era, más bien, una disputa religiosa, un diálogo sobre el catolicismo como los que aparecían (más modosos, menos fuertes) en obras de Marquina, Pemán: autores que en la posguerra se preocuparon fuertemente del vencido y de lo que consideraban su perdón, palabra más cargada de otro sentido que la de restitución.
Acto de fé
El público que aclamó entonces a Calvo-Sotelo era, por una parte, el de los que querían limpiarse de acusaciones aplaudiendo este acto de fe; por otra, la moderada izquierda superviviente que veía en esta propaganda la posibilidad de que algo se les restituyera. No lo consiguieron nunca.Se dijo entonces que esta obra estaba basada, sin decirlo, en otra anterior, de Joaquín Dicenta (1892-1917), La confesión. Desde otro punto de vista: Dicenta era un ateo de gran inteligencia y sensibilidad, lógicamente respetuoso de la sensibilidad de los católicos reales. Podría ser así, y no tendría importancia: es un tema eterno, y en Madrid, hoy, tenemos por lo menos una obra con un tema parecido (La laba); y la de Fermín Cabal en el Príncipe es otra reflexión, desde un punto de vista distinto, sobre el mismo tema.
En el teatro no es tanto la situación la que es original, sino la forma de creación: Joaquín estaba retratando su tiempo con minuciosidad; estaba dentro de una posguerra que él mismo había ganado, y escribía su obra en una de las formas características de lo que fue el buen teatro burgués: la crítica desde dentro (la misma fórmula de Fermín Cabal, acerca del partido de gobierno). Lo hizo con gran audacia, y el mérito es enteramente suyo. Y aún restalla: en este medio-silencio mediopactado sobre los vencedores de la guerra civil y sus herederos, tiene este nuevo valor póstumo, como si estuviese diciendo que ellos fueron aún peor, y el robo más duro porque estaba rodeado de muertes.
La obra tiene como mérito el diálogo bien escrito, las razones de unos y otros bien desarrolladas, sin un exceso de ridículo para los "malos", aunque sin hurtar su cinismo; con un cierto cuidado de no caer en el folletín y en lo que los suyos hubieran podido llamar demagogia.
Este tipo de prosa se ha perdido hoy en el teatro y en la vida cotidiana sin que se haya ganado otra. En cuanto a demérito, el de que, precisamente por haberse perdido aquella retórica, resulta anticuada, larga, demasiado explicativa (¿cómo no iba a serlo, si era de tesis?) y un poco desasida del tema del catolicismo que hoy no tiene en la vida social más peso que el político, que es el que le da la Iglesia contemporánea, a partir de Roma: una utilización más directa que entonces, en que podía aparecer disfrazada de fe, ideas, supervivencia del alma. Este tipo de diálogos católicos los corta muy rápidamente monseñor Ratzinger.
La misma lentitud y calidad del texto escrito por un hombre informado (abogado del Estado, católico, vencedor de la guerra; probablemente no franquista y más frustrado por la idea de que su hermano José, asesinado, hubiera podido ser con más calidad humana y política el verdadero jefe de Estado de la sublevación militar y monárquica) entorpece a los actores. Aunque muchos de ellos sean antiguos, no saben hoy vivir la alta comedia en un salón de casas bien, como no saben amueblarlo el escenógrafo, Francisco Sanz, y el director, Gustavo Pérez Puig. Les sale mal. Como siempre está el agradecimiento del papel cómico y cínico que hace Margot Cottens; y en su contra, Javier Escrivá el del santo (se especializó en ellos durante la época del nacionalcatolicismo), declamante y tembloroso; los demás están (también) envarados, a veces indiferentes al drama profundo cuando autor y director no se acuerdan de que están en escena.
No estoy seguro de que cuando se estrenó se, representase de otra manera (aunque la memoria que tengo de Rivelles, Lina Rosales o Gaspar Sanz es mellorativa), pero Conrado Blanco, el empresario que la montó en Lara, presente ahora en el estreno, alababa públicamente la forma de la representación actual.
Público selecto
pienso que no llegó suficientemente al público, especialmente selecto y agrupado en torno al alcalde y al nombre de Joaquín Calvo-Sotelo, cuya constante compañera recibió los aplausos desde la butaca, como los que fueron sus allegados: Antonio Fernández-Cid o Leopoldo Calvo-Sotelo, su sobrino y ex presidente de un Gobierno breve de transición. Quizá les pareció inoportuna la representación en estos momentos de una obra tan comprometida y tan significativa.
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