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Moneo entre las chicas

El arquitecto español inaugura su primer edificio en Estados Unidos, un museo en la Universidad femenina de Wellesley

Ayer se inauguró en el campus del Wellesley College, cerca de Boston, el primer edificio que Rafael Moneo construye en Estados Unidos. Se trata de un museo unido a un centro cultural pertenecientes a uno de los campus universitarios exclusivamente femeninos -centro de estudios de Hillary Clinton- más prestigiosos de la nación y a cuyo encargo accedió en competencia con un grupo inicial de 180 candidatos.Con la construcción del Davis Museum, en el femenino Wellesley College, Rafael Moneo (56 años, aclamado autor del Museo Romano de Mérida, de la restauración de la sede del Thyssen Bornemisza o del controvertido aeropuerto de Sevilla) firma su primera obra en territorio norteamericano.

Antes que él, José Luis Sert marcó ese mismo entorno de Boston con obras emblemáticas, pero, entre los españoles contemporáneos, sólo Bofill, muy recientemente, culminó un rascacielos en Chicago.

A Moneo, tras la delicada irrupción en Wellesley, centro del que han surgido talentos de gran verticalidad, le han brotado ya dos nuevos encargos estadounidenses: un museo en Houston y unos estudios en la Cranbrook Academy. El equipo directivo del Wellesley, Universidad fundada con energía feminista en 1875 para desafiar a Harvard, donde por esa época no aceptaban alumnas, se desborda en elogios sobre la obra del arquitecto. Y no menos satisfecho denota estarlo el autor, que temió sufrir una gran decepción si hubiera sido descartado para el encargo.

Wellesley fue durante los años de exilio intelectual un lugar de acogida para poetas como Jorge Guillén y Pedro Salinas y ámbito donde dos genios del tratamiento espacial, Frederick Law Olmstead y Paul Rudolph -muy presente en las improntas juveniles de Moneo-, se habían repartido la tarea de diseñar el campus (Olmstead fue a su vez responsable del Central Park neoyorquino) y de levantar allí el primer Arts Center. Moneo valoraba estos precedentes y había sentido un especial interés en lograr la designación.

Cinco años, desde que acordaron levantar un nuevo museo hasta la elección del agraciado, emplearon los responsables directos y sus asesores en tomar la decisión. El complicado proceso de escrutinio pasó por un primer contacto epistolar con 180 candidatos, siguió en febrero de 1989 con entrevistas y análisis de seis preseleccionados y se resolvió, al fin, entre un trío de acreditados finalistas.

A favor de Rafael Moneo actuaba, además de su prestigio internacional y su reciente ejercicio con el Museo Romano de Mérida, su estancia de casi seis años (desde 1984 a 1990) al frente del departamento de arquitectura en Harvard University. Pero tuvo que influir también el notable respeto que Moneo ha manifestado siempre por el significativo edificio de Paul Rudolph, muy próximo al cual se encontraba emplazado el suyo y ante el que no sólo renuncia a competir, sino que directamente lo enaltece. Lo ensalza directa y taimadamente a la vez, porque, ciertamente, cuando una esquina de Moneo se aparta para dejar ver la escalinata de Rudolph se trata de un gesto que, sin perder su cortesía, aprovecha para enseñar la belleza de la propia espalda. Los movimientos del edificio de Moneo son así, en general, cultos y galantes, y lo adjetivan positivamente enseguida. Pero, con todo, el museo es más importante después y por dentro que por fuera. Menos dócil, más intrigante y complejo en su interior. La fascinación que despierta ese adentro es semejante a la que produce una persona cuando la sucesiva penetración en su conocimiento la revela incomparablemente más atractiva de lo que prometía la primera vez. El Davis Museum y el Cultural Center agregado forman una entidad de relativa modestia. Los espacios para las exposiciones, en cuatro plantas, apenas ocupan unos 2.500 metros cuadrados, y el presupuesto total no ha rebasado los 1.500 millones de pesetas. No existe componente de ostentación externa porque, a fin de cuentas, aunque la colección, formada por obras de época y valor heterogéneos, se incluya en la red de museos públicos de Massachusetts, su destino natural es servir a las privilegiadas alumnas del Wellesley, que aprenden historia del arte uniendo la contemplación a la manualidad y se instruyen ejecutando imitativamente las detalladas fórmulas de otros siglos.

No existe solemnidad, pues, al aire libre, ni en la cubierta de cobre, ni en los cubos revestidos de ladrillo ante la plazuela contigua, recién pavimentada para aportar un fragmento de memoria urbana a la oceánica pradera sobre la que flota el campus. La solemnidad se encuentra dentro del edificio, y el arquitecto ha elaborado un discurso consecuente con este tamaño oculto.

Dice Moneo que, el ascenso por la doble escalinata de hormigón pulido hasta los lucernarios de la cuarta planta, reproduce un proceso de sucesiva purificación que alcanza su apogeo en la cúspide. Allí, con la luz en todo su caudal, se revela el concepto entero del edificio, sus orígenes y sus consecuencias. Todo ello a través de un trazado que acentúa Moneo, la certidumbre de la luz y la voluntad de su figura.

Con todo esto, cabría aventurar que el autor ha encontrado en su primera experiencia americana una oportunidad para hacer con mayor intensidad e intimidad; alejado de un territorio familiar y sobre un nuevo mundo; o un mundo nuevo.

Lo que el Museo Romano de Mérida sería a una catedral, cargada de fe ostentosa, el David Museum and Cultural Center sería a una celda con la luz cenital del éxtasis incorporada.

A menudo, los arquitectos dan la tabarra diciendo que son simples o vulgares artesanos, y otros afirman que hacen el edificio para responder de la mejor manera al encargo que reciben del cliente. No tiene por qué ser de otro modo. No necesita ser más intelectual. Rafael Moneo es, sin embargo, uno de los ejecutores más conscientes de su quehacer artístico e instrumental. No en vano cuenta con fama de sabio en la historia de la arquitectura, de genialidad en el concepto y de suficiente habilidad en la vida. Profesor, riguroso, meditativo y frío. Sin, perder este estilo ni tampoco la cabeza, esta última obra indica sin embargo un factor de desmesura íntima, como si el alma -el alma; no la carne- se hubiera fugado por el quíntuple tragaluz hacia las chicas.

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