El éxito de una función mediocre
Con los cortesanos de Mantua convertidos en una banda de mafiosos en el Little Italy de Nueva York y el jorobado bufón en camarero, llegó, al fin, a Madrid, el Rigoletto de Verdi ambientado por Jonathan Miller, una de las puestas en escena operísticas de las que más se ha hablado y escrito desde su presentación en Londres en 1982. El trabajo de Miller es lúdico, riguroso, estimulante y lleno de sugerencias. Es una mirada distinta, aunque muy al pie de la letra: hay cambio de época, pero no transgresión.A Rigoletto le sienta bien Manhattan, sus callejones oscuros con escaleras de incendio, el clima tétrico y opresivo de las zonas sórdidas de las grandes ciudades. Verdi es hasta comprendido de otra manera.
Rigoletto
De Verdi. Festival de Otoño. Orquesta y Coros de la Comunidad de Madrid.Dirección musical: Juan de Udaeta. Dirección escénica: J. Miller y D. Ritch. Con Ainhoa Arteta, J. A. Campo y J. Rawnsley. Teatro de la Zarzuela, 19 de octubre.
Entre otras razones, porque Verdi es un compositor de una modernidad absoluta desde la autonomía de la música teatral. En su concepción melodramática, el discurso musical- estructurado en escenas contrastadas y con un extraordinario sentido interno de la continuidad teatral-, prevalece sobre todo lo demás. A Verdi se le puede situar en Mantua, Nueva York o Marte: su música arrastra y conmueve.
Respeto y solidez
Jonathan Miller hace un trabajo de gran respeto y solidez. No tanto su colaborador David Ritch, encargado de mover la escena en el montaje de Madrid: los personajes, exceptuando a Rawnsley, que tiene muy bien construido teatralmente su Rigoletto, carecen de una personalidad individual trazada; los coros en el bar en la primera escena son como pasmarotes; el rapto de Gilda queda bastante poco creíble... lo cual no invalida, ni mucho menos, la originalidad de la propuesta conceptual y la idea escenográfica.Otra historia es el nivel musical. Un Verdi insuficiente vocalmente no se mantiene en pie. En Verdi no hay medias tintas: o se canta o no se canta. Uno se pregunta quién hace los repartos y cuál es la misión de los agentes artísticos. ¿Cómo se puede presentar en un primer reparto y en una función de tanta responsabilidad como ésta a un tenor tan en proceso de formación como José Antonio Campo? ¿Quién invoca a Ainhoa Arteta, soprano a la que hay que mimar en sus Comienzos de carrera, a un papel que está muy lejano de sus posibilidades actuales? ¿No hay otro Rigoletto que Rawnsley, cuya fatiga vocal e inadecuación es evidente y ya dejó mucho que desear hace cuatro años en este mismo teatro y este mismo papel?
Salvando algún secundario como Miguel Ángel Zapater -y en sus breves cometidos Sola y Fresán-, los personajes distaron mucho de ser compactos vocalmente. Faltó demasiadas veces esa actitud en la afinación y, lo que es más grave, expresividad y definición estilística. También, para no privarnos de nada, hubo algún sobresalto en los agudos.
Fue, en conjunto, un elenco decepcionante.
Más decepciones
Como también fue decepcionante la labor orquestal. Juan de Uraeta no se ha enterado de lo que es dirigir una ópera. A su versión le faltó sentido teatral, capacidad de concertación y ajuste, brío y tensión musical. Muy en su sitio, sin embargo, el coro masculino por redondez e intención.El público estuvo mayoritariamente entregado, sobre todo a partir de una especie de tangana verbal que se produjo en la sala tras el primer dúo entre Gilda y el Duque. Una señora gritó "Malísimo, el tenor, malísimo", y ya se armó la marimorena. Bravos al tenor, consejos a la seflora ("Así no se pueden decir las cosas") y algún insulto ("Que se calle esa cotorra").
Lo cierto es que a partir de ese momento la mayor parte del respetable entró en trance de aplaudirlo todo con febril intensidad, para acabar en clima de apoteosis. Las mínimas protestas fueron rápidamente acalladas. Así, una función mediocre se convirtió en un éxito. Lo que hay que ver.
Babelia
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