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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Gasto y paro

EL EFECTO más grave de la actual crisis es el paro. Sus causas son complejas, y algunas de ellas -como la existencia de competidores con similar nivel tecnológico y mano de obra más barata-, irresolubles a corto plazo. En España, el problema es más acusado, como lo prueba el que la tasa de desempleo casi doblase la del conjunto de la Comunidad Europea incluso en los años en que la economía española creció por encima de la media. Ello es fruto de desequilibrios específicos, y todo el mundo lamenta hoy que no se aprovechasen esos años de crecimiento para corregirlos (introducción de competencia en los servicios, reforma del mercado de trabajo, etcétera). Sin embargo, la experiencia indica que, en una sociedad abierta, las expectativas creadas por el crecimiento dificultan tales reformas. Un criterio realista más bien inclina a pensar que sólo la evidencia de la crisis hace posible la corrección.La política presupuestaria es uno de los instrumentos para conseguirla. De las cifras ofrecidas por el ministro Solbes se deducen, de entrada, dos conclusiones: que el presupuesto más expansivo de hecho en muchos años (el gasto efectivamente realizado en 1993 será un 16,8% superior al del año anterior) no ha impedido el mayor retroceso del PIB y del empleo en décadas, y que los intereses de la deuda supondrán en 1994, pese a la reducción de los tipos de interés, casi tres billones de pesetas, con un incremento del 22%. Esa doble constatación indica a su vez las dificultades (y dudosa efectividad) de las políticas reactivadoras mientras se mantenga el fuerte crecimiento del déficit.

El argumento según el cual el déficit no es tan grave -a la vista de la deuda acumulada en otros países- y que, en todo caso, la prioridad del objetivo de reducir el paro relativiza esa preocupación debe ser contrastado con tales dificultades. El crecimiento del gasto público ha sido, en los últimos 15 años, el más rápido del mundo: de 20 puntos por debajo de la media de la CE, a menos de cuatro puntos. Ello ha obligado al mantenimiento de una sostenida presión fiscal, que ha deteriorado el proceso ahorro-inversión. En la fase expansiva, el aumento de los ingresos ha propiciado un crecimiento más que proporcional en los gastos. Llegada la recesión, la necesidad de financiar ese déficit ha impedido reducir los tipos de interés, lo cual ha dificultado políticas anticrisis: es difícil que un inversor arriesgue su dinero cuando puede obtener mayor rentabilidad colocándolo en deuda pública. Esa falta de inversión, unida a un crecimiento de los costes salariales por encima de la inflación (siete puntos en cinco años), ha producido un deterioro de la competitividad, y éste, a su vez, el mayor déficit exterior del mundo desarrollado medido en porcentaje del PIB. Esa pérdida de competitividad provoca paro, lo que aumenta el gasto social -cada parado cuesta un millón al año-, agravando el déficit; y vuelta a empezar.

Cualquier intento de interceptar la espiral en un punto diferente al del déficit -por ejemplo, estimulando la demanda mediante inversión pública con la idea de aumentar la actividad, el empleo y los ingresos fiscales- desplaza el mal, sin corregirlo, y de ahí la necesidad, subrayada por el gobernador del Banco de España en su informe de junio pasado, de poner el acento precisamente en la contención del gasto. Y eso depende del presupuesto. El de 1994 supone un crecimiento del gasto del 12% respecto al previsto para el año actual, pero un retroceso del 1,3% en relación a las previsiones de liquidación del mismo.

Si no hubiera desviaciones, es un recorte apreciable. Pero dista de estar garantizado que no vuelva a producirse un desfase similar al de estos años, uno de cuyos efectos ha sido el de transmitir al sistema productivo el encarecimiento resultante del endeudamiento necesario para hacer frente a la morosidad de las administraciones (por su falta de liquidez).

La enorme desviación de 1993, que se añade a la considerable de los años anteriores, aconsejaría un debate previo sobre sus causas. Ese debate haría evidente la responsabilidad última del Ejecutivo, en tanto que director de la orquesta; pero es posible que permitiera también identificar las causas de que aquélla desafinase. Por ejemplo, en el terreno de los gastos sociales, disparados tras la huelga general del 14-D, pero también en el de los compromisos del 92, que beneficiaron más a unos que a otros, y en el de la s transferencias a las comunidades autónomas: la OCDE viene señalando desde hace años que una de las causas del déficit es el desbordamiento de los gastos de las autonomías ligados a "proyectos de prestigio, contrataciones abusivas y niveles salariales superiores a los de la Administración central".

Incluso es posible que un debate de ese tipo permitiera pasar de la conciencia de responsabilidad compartida a un compromiso compartido sobre los presupuestos para 1994.

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