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España, Europa y la subsidiariedad

Desde junio de 1989, en las Cortes, en la prensa y en foros académicos, vengo señalando los efectos explosivos que, sobre el orden constitucional español, tiene el principio de subsidiariedad inserto en el Tratado de la Unión Europea, y sobre el cual los españoles, nuestros representantes políticos y el propio Tribunal Constitucional resbalaron sin prestarle mayor atención. Dije entonces, y repito ahora, que la subsidiariedad, esto es, la atribución de competencias a nivel local, autonómico, nacional o comunitarlo en función de donde pudieran ser más eficazmente ejercidas y siempre lo más próximo posible a los ciudadanos, tiende a ser un principio clave del derecho público europeo hacia el que la Comunidad, convertida en Unión, tendía a orientarse.La subsidiariedad, en cuanto principio regulador de las relaciones entre la Comunidad y los Estados nacionales, resultaba y resulta más que ambigua, y puede ser entendida tanto como una limitación de las competencias comunitarias como en tanto título competencial suplementario a favor de la propia Comunidad. De ahí que el Reino Unido pueda interpretarla en el primer sentido, y Bélgica, en el contrario. Pero lo que me interesa destacar es que, como criterio de distribución de competencias a niveles estatales, regionales y locales, es totalmente contraria a las previsiones del Título VIII de nuestra Constitución, según el cual ni el Estado es subsidiario de las comunidades autónomas ni éstas lo son de las entidades locales ni, dentro de las últimas, las provincias lo son de los municipios.

Tal es, en todo caso, la interpretación que de la subsidiariedad dieron las voces más autorizadas de la Comisión, concretamente el presidente Delors, primero ante los presidentes de los länder alemanes, reunidos en Berlín en mayo de 1988; después, en el Informe sobre la Unión Económica y Monetaria, aprobado en Madrid en 1989, y en ulteriores ocasiones más recientes, y tal es también la interpretación que del principio de subsidiariedad diera el Parlamento Europeo a instancias de Giscard d'Estaing. Pero más importante aún es que el principal Estado comunitario, la República Federal de Alemania, ha hecho de la extensión del principio de subsidiariedad a toda la Unión Europea e incluso a la organización interna de los restantes países miembros uno de sus criterios fundamentales. Reflejo de ello hay en las propias reformas constitucionales de Alemania, en declaraciones solemnes del presidente del Consejo Federal y, para que los españoles de una vez nos enteremos, en las recientes palabras pronunciadas en el Instituto Vasco de Administración Pública por el ilustre ex embajador Guido Brunner.

En España, hasta ahora, ni los gobernantes, ni los magistrados, ni la opinión pública, ni, por supuesto, la oposición han querido enterarse de algo que, bueno, regular o malo, es, en todo caso, problemático y difícilmente encajable en la rosácea tarta de crema de la que debieran ser ingredientes perfectamente compatibles el vigente orden constitucional y la integración europea acordada en Maastricht. Pero la realidad es más compleja, y, aun pudiendo ser valiosas ambas cosas -democracia estatal e integración supranacional, Constitución y Unión-, no siempre resultan compatibles. Ya enseñaba Isaías Berlin que los valores no por positivos son necesariamente simétricos y que hay bondades, por valiosas, no menos excluyentes.

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No faltaban signos que debieran haber puesto sobre la pista del alcance del principio de subsidiariedad. Así, algunos gobernantes autonómicos lo han invocado frente a Madrid, sin darse cuenta que sus respectivas provincias podrían invocarlo frente al propio Gobierno autónomo, y los alcaldes de Madrid y Barcelona lo invocan frente a sus respectivas comunidades autónomas, abriendo camino a que los respectivos distritos municipales hagan valer sus derechos.

En todo caso, cuando una voz tan autorizada en temas comunitarios y tan buen conocedor de España y Alemania como Guido Brunner acude a la subsidiariedad para reclamar el protagonismo internacional de las autonomías y la federalización general de los Estados europeos, se demuestra que el término en cuestión, cualquiera que sea el juicio que merezca, tiene una potencia cuyo control resulta tan díficil como necesario.

Los españoles podemos orientar de muy diversas maneras nuestro sistema autonómico. Personalmente he creído siempre, y creo ahora, que nuestras comunidades históricas son absolutamente heterogéneas respecto del resto, y que la identidad, las necesidades y las posibilidades institucionales y competenciales de las mismas no pueden servir de modelo generalizable. Una provincia castellana no es un territorio histéírico vasco, ni el Derecho Civil catalán es equiparable al Fuero del Bailío. De manera que opciones excepcionales que pudieran ser convenientes a dichas comunidades históricas e incluso soportables por el Estado integral, no lo son multiplicadas por 17.

Pero en todo caso, el futuro del sistema autonómico no puede entrar como polizón en nuestro sistema constitucional, invirtiendo sus principios fundamentales, al margen de las propias previsiones constitucionales al efecto. Sería inaudito que la distribución de competencias entre el Estado y las comunidades, o entre éstas y las entidades locales, se dedujera de un principio bastante confuso y oscuro, contenido en un tratado sobre cuya letra, en su momento, resbalaron parlamentarios y magistrados, aunque no faltaron, por cierto, quienes les advirtieron. Y no de que Maastricht fuera bueno o malo, que es otra cuestión, sino que, entusiasmos aparte, debía examinarse a fondo. Como lo hicieron, con profunda reforma constitucional, los franceses, y lo siguen haciendo, tras profunda reforma constitucional, los alemanes.

La opción en pro de la disolución de las comunidades autónomas en sus corporaciones locales sólo compete, en su caso, al legislador. La plena federalización del Estado, al constituyente constituido. Y su evaporación supongo que a nadie. Pero, en todo caso, menos que a nadie a una interpretación de lo que ya se da por acervo comunitario. Quienes son responsables de nuestra política comunitaria deben dejarlo extremadamente claro, formulando respecto de la subsidiariedad las reservas y matizaciones que en otros pagos comunitarios, Francia, Reino Unido y, en sentido inverso, Alemania, se han hecho ya.

Porque el problema último de la cuestión radica en saber quién puede ser subsidiario de quién. Y allí donde se encuentra el cuerpo político fundamental, la subsidiariedad encuentra también su punto final. A juicio de muchos, entre los cuales me encuentro, la nación no es subsidiaria, aunque sí puede encontrar subsidiarios. Por eso no es lo mismo afirmar el principio de subsidiariedad como rector de las relaciones entre la Unión Europea y Francia, entre Espafia y Madrid o entre Cataluña y Hospitalet.

Eso es lo que de España predica la Constitución. El espíritu de su letra.

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