Qué asco
Me encontraba cubriendo el festival de cine de San Sebastián, era el penúltimo día, cuando llegó la noticia de lo ocurrido a los detenidos presuntamente etarras. Quienes estábamos charlando en animado corrillo, veteranos visitantes de la ciudad en sus sucesivas estaciones de glamour cinematográfico, nos quedamos mudos, mirándonos desde el fondo de los últimos veinte años. Con la vieja, conocida, desalentada mirada. Esto no se acaba nunca, queríamos decir.Esa misma tarde hubo que desalojar el hotel por una amenaza de bomba, y ya, hasta el final, caminar entre efectivos policiales que montaban guardia en las esquinas. Florecieron en las paredes furibundos carteles, y lo irracional, que parecía calmado, regresó a la superficie con la fuerza de una bestia ciega. Así es como terminan los espejismos. Mis colegas que cubren habitualmente el País Vasco, que son de allí y viven allí, cada cual con sus cicatrices de guerra en el alma, y a veces también en el cuerpo, cada cual con el tedio de haber permanecido demasiado tiempo encerrado con un solo y mortífero juguete. Qué estupendo que ahora puedan esgrimir, ellos, la bandera de los derechos humanos. Qué buen momento para el demócrata de a pie, que encima de que rugen y matonean, ellos, puedan tener razón.
Supongo que, cuando lo contemplemos con perspectiva histórica, entenderemos que es normal que sea así: larga, lenta, la salida del túnel del horror terrorista; y larga, lenta también, la clarificación de lo que ocurre en el silencio de las comisarías. Y supongo que hay que tener paciencia, y no desanimarse, y seguir exigiendo luz ante todos los retrocesos, para que la vida normal, la vida de la vida, no de la muerte, se abra camino a través de la maraña.
Pero qué asco a veces y, sobre todo, qué pena.
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