El último fumador americano
Robert Mitchum, el legendario actor de "La noche del cazador", recibe el Premio Donostia por el conjunto de su obra
Impresionante, rocoso, Robert Mitchum, de 76 años, actor desde los 25, descendió lentamente por la escalera del María Cristina, con gesto serio que sólo se dulcificó cuando todos, fotógrafos, plumillas y público -hasta la telefonista del hotel había abandonado su puesto para verle- rompimos en una ovación. Detrás iba Dorothy, su esposa -la primera, la única-, escoltando a la leyenda viviente. Poco antes, al salir de la habitación, ya en el umbral, Dorothy le había dicho: "Bob, ¡la llave!" y el actor, disciplinadamente, regresó a recogerla de la mesilla de noche.Mitchum llegó a San Sebastián en la noche del lunes tras un viaje agotador que incluyó: cuatro horas desde su hogar en Montecito (Santa Bárbara) hasta el aeropuerto de Los Ángeles; vuelo a Londres; enlace con Bilbao y, finalmente, en coche desde Sondica hasta la sede del festival, en donde se le concede el premio Donostia, en reconocimiento a toda una vida de cine.
En Londres no le entregaron a tiempo las maletas y, en el camino a Donostia, cayó una tromba de agua. No estaba para romances y avisó: nada de fotógrafos. Pese a lo cual, algunos consiguieron la instantánea. La manía del actor a los periodistas es casi tan legendaria como su manera de actuar. Dotado de un implacable sentido del humor y de una ironía mortífera, disfruta desconcertándoles, casi tanto como fingiendo que su profesión carece de interés para él. Una de sus aficiones favoritas, en los tiempos en que todos querían saber de su pasado, era contarles verdaderas fábulas sobre sí mismo-, de tal modo que, hoy en día, sus más rigurosos biógrafos -pocos, por desgracia tienen que abrirse paso por un verdadero fárrago de informaciones para comprobar que, realmente, trabajó en una mina de carbón de Pensilvania y recorrió los Estados Unidos en los techos de los trenes de carga, durante la Depresión.
Finalmente, ayer, después de que Dorothy saliera a comprarle un par de camisas y dos calzoncillos -uno de seda-, se vistió con ese descuido de hombrón que le conocemos y caminó desde su habitación -la suite nupcial del quinto piso, en el torreón que da a la desembocadura del Urumea- hasta el vestíbulo, sometiéndose a los flashes. Se dirigía a su primer almuerzo aquí, en el restaurante Cámara de Pasajes de San Juan, que compartió con la familia de William A. Wellman: Bill Jr., su hija, y la viuda del cineasta, que también se llama Dorothy. Con el difunto Wellman rodó Mitchum, en el 45, una conmovedora película, Todos somos seres humanos, que le valió una nominación al Oscar al mejor actor secundario.
Este hombre que nunca consiguió la estatuilla y que ha trabajado con los mejores -Dmytryk y Walsh en los 40, Ray, Preminger, Huston y Zinnemann en los 50; Losey y Lean en los 60, y Yates, Pollack y Kazan en los 70-, sigue fumando -"Somos los últimos fumadores americanos" comentó la pareja buscando ansiosamente los ceniceros, nada más subirse al coche en Sondica- y, en el restaurante, pidió con seguridad y en castellano -lo habla un poquito y lo entiende perfectamente- una copa de Chinchón seco como aperitivo y otra a los postres. Le gusta este licor desde que estuvo en España en el 68, rodando Villa cabalga. Para comer, los Mitchum -ante el horror del personal del exquisito restaurante- pidieron calamares fritos, que se morían por volver a probar, aunque en realidad comieron poco, y babarois. Las casi tres horas que permanecieron compartiendo mesa y mantel con los Wellman las pasaron de cháchara sobre Hollywood y estableciendo puntos comunes.
Pistolero
Caminando como un veterano pistolero -algo así como en Eldorado, de Howard Hawks- Mitchum regresó al hotel luciendo en la americana, a modo de pin, una réplica del Premio Donostia -una de las famosas farolas de la ciudad-, que se le entregará el viernes en el escenario del Victoria Eugenia. Estaba contento, ante la perspectiva de la siesta que iba a disfrutar. Sin contar con que, en el cuarto, le esperaban las dichosas maletas."Es el más grande que ha venido", comentó una señora en el vestíbulo. "Mujer, que aquí hemos tenido también a Gregory Peck". "Sí, con Peck yo me habría casado. Pero con éste, casada y todo con el otro, me habría fugado a la selva".
Mitchum no las podía escuchar, y siguió avanzando hacia su suite, acompañado por la mujer con la que se casó en 1940, cuando él todavía no era actor y se ganaba la vida trabajando como repartidor y escribiendo canciones para otros.
Babelia
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