Turquía, del laicismo al integrismo
En Turquía, primer país musulmán laico, una violencia intransigente está barriendo 70 años de kemalismo. Desde que el imperio soviético se derrumbara en unos días, nada parece resistirse a las nuevas ideologías. En nombre de la nostalgia y un regreso forzado del pasado, una parte del pueblo turco se moviliza en nombre del islam y de la autenticidad. Hay intelectuales que discuten el legado de Kemal Ataturk, el padre de la nación que en 1923 fundó la República de Turquía, en 1924 suprimió el califato (representante religioso), lo que instituyó el laicismo en el país, y emprendió en 1928 la reforma del alfabeto; se abandonaron los caracteres árabes por los caracteres latinos. El imperio otomano no era ya más que un recuerdo. El Estado ha querido incorporarse a la modernidad europea. Geográfica y militarmente forma parte de Europa, puesto que está en la OTAN y no deja de presentar su candidatura a la CE.Esta Turquía moderna y parlamentaria es la que la oleada islamista intenta cambiar. Se construyen cada vez más mezquitas. En Anatolia, en la ciudad de Konya -centro del islamismo-, los hombres y las mujeres no se mezclan en los cafés. Como para los fumadores y los no fumadores, hay un ala para mujeres y familias y otra para los hombres solteros. Algunos intelectuales vuelven a aprender la caligrafia árabe; una cadena de televisión islamista, TRGT, emite desde Alemania; un importante periódico islamista, Turkyé, goza de amplia difusión, y, lo que es más extraño, existe incluso un grupo de rock islamista que hace una música a la que llama arabesca, mezcla de rai y de música moderna. Una película turca, Minye'li Abdullah, tiene actualmente un éxito popular sin precedentes (en salas de cine y en cinta de vídeo). Cuenta la historia de Abdullah, un hombre del pueblo perseguido por su fe islámica. A todo esto hay que añadir que el pasado mes de noviembre, en las elecciones municipales parciales de Estambul, el partido islamista se llevó el 32% de los votos. Su feudo es el barrio de Fathi, y la Universidad, de predominio islamista, se llama Beyazit.
Se prepara el regreso del islam. Son intelectuales modernos y cultivados quienes se ocupan de ello. Su discurso no tiene nada de esquemático. Para ellos es un regreso a las fuentes, a la época en la que Turquía era un imperio poderoso, presente cultural y políticamente en Oriente Próximo. Esta nostalgia no tiene nada de romántico. Está decidida a entroncar con un pasado que el kemalismo marginó durante varias décadas. El nacionalislamismo ocupa el terreno social y, por supuesto, se opone a la nueva primera ministra, Tansu Çiller, más por su sexo que por su política.
En este contexto es donde hay que situar el incendio del hotel de Sivas, en el que se había reunido un grupo de intelectuales que homenajeaba, junto con el escritor de izquierdas Aziz Nesin, al poeta de la secta musulmana alauí Pir Sultan Abdal, ahorcado en el siglo, XVI por su oposición a las autoridades otomanas. Hay que recordar que entre las víctimas se encontraban cuatro escritores importantes, entre ellos el muy popular poeta-trovador Nesimi Asçik, un poeta de origen campesino. Tenía 70 años. Con él murieron también Asini Bezirci, historiador de la literatura; Metin Altiok y Behcet Aysan, ambos poetas de la nueva generación.
Para un musulmán, el laicismo es un absurdo. El islam, última religión revelada, se distingue de las otras dos religiones monoteístas por el hecho de que está socialmente integrada en la vida cotidiana. Es una moral, una fe, una cultura y una identidad. Al poner en cuestión uno de sus cuatro ejes, se vulnera el ser del musulmán, su razón de ser, su identidad. En este sentido, el laicismo se vive como un atentado a lo que constituye el fundamento de la identidad.
Separar el Estado de la religión significa dar al individuo, en tanto que ser singular y único, el derecho y la libertad de creer o no creer, de pensar según su propia autonomía. Pero este proceso es impensable en una sociedad en la que no se reconoce al individuo. Como es sabido, el surgimiento del individuó en las sociedades árabeislámicas se ve impedido por la concepción comunitaria de la religión, base y aglutinante de la nación, nación que trasciende los Estados, puesto que se habla de la Umma, la Gran Nación, en la que se reconoce a los musulmanes de todo el mundo.
El laicismo se convierte entonces en un desgarro, una separación entre la vida social y la dimensión trascendente del hombre. Los partidarios del laicismo defienden una modernidad a la que los islamistas acusan de ser importada del exterior, de Europa o de América, cuya política desde hace más de medio siglo ha consistido en humillar a los pueblos musulmanes. Recuerdan sobre todo que estos pueblos han luchado contra el colonialismo y contra el imperialismo, ya fuera en Sudán entre 1839 y 1897, en Egipto, o incluso en el Magreb, en nombre del islam. En Marruecos, por ejemplo, el partido nacionalista Istiqlal libró, a partir de 1944, la lucha por la independencia en nombre del islam. De hecho, los marroquíes designaban a los franceses con el término de "cristianos", es decir, absolutamente extranjeros.
El islam no sólo ofrece una identidad, una memoria, sino también respuestas a preguntas metafísicas. Oponerse a él es atacar a los que creen en él como su máxima aspiración. Lo que explica esa violencia ciega con la que algunos militantes reaccionan.
Pero este miedo a perder la identidad no es lo único que fomenta el activismo islámico. Está también la cuestión de la humillación. Occidente tal vez no se da cuenta de hasta qué punto su comportamiento con respecto a los pueblos musulmanes es vivido como un desprecio intolerable. Sea cual sea la opinión que ciertos intelectuales puedan tener del régimen de Sadam Husein, no pueden sino estar horrorizados por la manera en que Bill Clinton ha decidido castigar a Irak lanzando misiles sobre Bagdad. La gente a la que le cae una bomba en la cabeza no tiene tiempo para sutilezas. Y lo mismo pasa con los territorios ocupados por Israel. Todos los días se cometen brutalidades contra los palestinos. Hay unidades especiales del Ejército que perpetran asesinatos a pleno día y quedan impunes, colonos que, tras, decretar el toque de queda para los palestinos en Ramallah, desfilan armados al grito de "¡Muerte a los árabes!", por no hablar de los interrogatorios, las sospechas, los registros, las humillaciones de todas clases. Esta política es la que favorece el fortalecimiento del movimiento Hamas y hace que se vuelva cada vez más popular entre los jóvenes palestinos. La OLP negociadora es cada vez menos seguida por las bases. La llamada del islam es mucho más simple, más directa: oponer a la brutalidad del ocupante la violencia legítima de la lucha por la liberación de los territorios. Occidente ha mostrado muchas veces que cuando se trata de Israel y de los palestinos aplica la ley del embudo. Por supuesto, son los palestinos los que se llevan la peor parte.
El Islamismo se ha convertido poco a poco en la última fuerza organizada de los pobres, ya sea en Líbano, con la fuerte presencia del Hezbolá (es el que recoge, a los miles de libaneses shiíes expulsados del sur por la invasión del Ejército israelí en 1982), o en Egipto, donde la lucha es social, moral y también política. Algunos quieren reafirmar su identidad, otros quieren acabar con la corrupción, y otros, finalmente, quieren asistir al triunfo del universalismo del islam. Sólo que olvidan que en el islam "la coacción está prohibida", o, dicho de otro modo, la victoria por la fuerza no encaja en la mentalidad islámica.
es escritor marroquí, premio Goncourt de novela en 1987.
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