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Hay que renovar la idea de Europa

Hay un desagradable tono de satisfacción y hasta de arrogante anticipación en las reacciones a la variedad de problemas monetarios de que hizo gala la Comunidad Europea el fin de semana del 1 de agosto. Las prematuras esquelas de defunción dedicadas a la unión monetaria garantizada en el Tratado de Maastricht indicaban cierto deleite con el descubrimiento no sólo de que Europa está teniendo dificultades para organizarse, sino también de lo que se interpreta como evidencia de que jamás lo conseguirá.El egoísta Estado soberano reinará por siempre, dicen esos euroescépticos, y no son, ni muchísimo menos, sólo británicos. El nacionalismo está en auge en todas partes, pero lo toman como el orden natural de las cosas. Eso debieron de pensar los partidarios del feudalismo cuando los Estados-nación estaban todavía naciendo y las interminables guerras se interpretaban como el orden natural de los asuntos humanos.

Muchos en Alemania aplaudieron la decisión del Bundesbank de negarse a bajar los tipos de interés, lo cual provocó la última crisis. El que la República Federal pusiese sus intereses inmediatos al objetivo más a largo plazo de la cooperación sirviéndose de su actual posición de fuerza para obligar a sus socios a compartir la carga enormemente costosa de una reunificación mal gestionada, se consideró una autodefensa razonable.

Las recriminaciones, en las que todas las partes llevan algo de razón, enturbian el ambiente y harán que sea mucho más difícil encontrar puntos de interés mutuo cuando surja la próxima crisis, cosa que sucederá. Siempre nos aguarda alguna clase de crisis, y las opciones para atajarla decrecen cuanto más se pospone su solución. Bosnia es el ejemplo del momento.

Puede que no haya una relación directa entre la creciente violencia contra los extranjeros en Alemania, incluso después de la entrada en vigor de las leyes de asilo que el Gobierno de Helmut Kohl pensó que contribuirían a relajar las tensiones, y la satisfacción de la comunidad bancaria al poner el marco uber alles. Pero ambas reflejan una clase de nacionalismo excluyente, de yo antes que nadie, que, como la historia demuestra, puede autoalimentarse hasta alcanzar dimensiones de cataclismo.

En Francia. Le Monde ha desplegado intensos esfuerzos por poner al descubierto la nueva alianza roja-parda, una denominación tomada de la política rusa contemporánea, en la que comunistas y totalitaristas claramente anticomunistas encuentran una causa común en la oposición a las reformas liberales y democráticas. Los dos recurren al nacionalismo emocional y estrecho de miras. En tiempos de dificultades, es fácil encontrar algún otro, alguna conspiración extranjera a la que culpar por lo, que va mal.

El viejísimo recurso de utilizar a los judíos y los gitanos como cabeza de turco está en auge no sólo en toda la Europa del Este y en Rusia, sino también entre algunos grupos occidentales. Por supuesto, la conexión roja-parda en Francia todavía no es más que marginal, pero Le Monde hace bien en no esperar hasta que adquiera importancia. Hay buenas razones para ser ultrasensibles a esa clase de extremistas que tanto mal hicieron en el pasado.

La caída del poder comunista, en vez de traer "el final de la historia", ha desatado los viejos demonios de la historia. Esto resulta evidente en el Este, pero Occidente no es inmune a estos peligros.

El éxito de la Comunidad Europea, que trajo prosperidad, reconciliación y una nueva percepción de lo que la gente del Este llama con envidia "vivir en un país normal", tuvo mucho que ver con el fin del dominio y el peligro soviéticos. El club ha actuado como un potente imán para la gente interesada no sólo en sus ventajas, sino también en profesar sus principios.

Pero el campo magnético puede invertirse. Si Occidente pierde su impulso hacia la unidad y la cooperación como el método para hacer frente a los problemas, puede verse atraído de nuevo hacia el sistema de rivalidades, antiguas enemistades hereditarias, y lucha, irracional por la ventaja, que aflige al Este en su torpe avance hacia la democracia.

Es una encrucijada, una batalla por imponer la tendencia dominante. El resultado no es inevitable. Hay que tomar decisiones constantemente para mantener el rumbo de la paz y el bienestar. Cada paso en la dirección equivocada, por pequeño que sea, complica mucho más la extraordinaria tarea de reformar la sociedad internacional.

Sería una trágica ironía el que la desaparición de la amenaza soviética hiciera que Occidente se hundiera de nuevo en el viejo y devastador miasma, al tiempo que el Este se esfuerza en seguir a su guía hacia la salida.

Los negociadores de Bruselas confirmaron su voluntad de recobrar el impulso hacia la unidad, aunque tuvieran que hacer concesiones para que las cosas fueran tirando de momento. Hay que apoyarles y animarles a seguir ese curso.

Nadie puede demostrar que el futuro de Europa contemplado por el Tratado de Maastricht se convertirá en una realidad, o que permanecerá en la categoría de los sueños. Nadie puede negar que el pasado que Europa se esfuerza en dejar atrás fue una verdadera pesadilla.

Éste es un momento para lamentar los reveses y redoblar la dedicación.

Flora Lewis es comentarista política estadounidense. Copyright Flora Lewis. Distribuido por el New York Times Syndication Sales.

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