¿Cuanto peor, mejor?
NO ESTAMOS ya en campaña electoral. Las grandes jeremiadas sobre la gravedad de la recesión y las culpas contraídas por los anteriores Gobiernos socialistas en ella resultan inútiles si no van acompañadas de alternativas claras, punto a punto, medida a medida. Es demasiado lo que se están jugando los españoles como para que el comportamiento de algunos parlamentarios siga enraizado en la táctica del cuanto peor, mejor. La ciudadanía sabe que la crisis es profunda. Está dispuesta a sacrificios. Y lo que desea es que el Gobierno discuta, adopte medidas y las explique: desde luego, es capaz de entenderlas y asumirlas cuando demuestran sensatez, como parece ser el caso, por lo oído ayer al titular de Economía, de lo decidido en el último Consejo de Ministros y lo recientemente propuesto para el pacto social. Y desea también que la oposición aporte ideas, y formule sus críticas, por más duras que sean -en hemiciclos como el británico aún lo son más, pero envuelven contenidos consistentes-, ofreciendo siempre alternativas y soluciones concretas.Ése es el papel del Parlamento, como depositario de la soberanía, lo que con razón recordó ayer el portavoz del nacionalismo catalán, Miquel Roca. Por desgracia, el debate económico apenas cumplió esa función. Primaron el tardío arrastre de la dinámica poselectoral y el ambiente estival sobre los contenidos.
No hay duda alguna de que la oposición tiene razones para el escepticismo. Sobran en el comportamiento de los sucesivos Gobiernos socialistas motivos para inducir a la incredulidad. La cuestión de la credibilidad se ha convertido en un cuello de botella para la vida política. Como botón de muestra basta recordar que los cadáveres presupuestarios guardados en el armario son realmente escandalosos: ahí están los créditos extraordinarios otorgados al Inem por el sobrecoste del seguro de desempleo (450.000 millones de pesetas) en 1991 y 1992.
El carácter lacerante de ese maquillaje presupues tario valió alguna referencia del portavoz del Partido Popular, y justificó algunas de sus alusiones a los en ganos gubernamentales. Pero, ¿es eso solamente lo que puede exigirse al principal partido de la oposición? ¿No habría convenido que demandase, entre otras cosas, mayor detalle al Gobierno sobre las normas legales anunciadas para evitar desvíos presupuestarios? La política de frontón dialéctico (empleada sobre todo por el PP e IU) y de deslegitimación global del Gobierno, aunque pueda halagar los oídos descontentos, resulta ineficaz.
Por esta razón, quizá sea preferible retener las aportaciones concretas al debate realizadas por algunos grupos. Así, no cabe echar en saco roto las concreciones del propio Rodrigo Rato sobre incentivos a la reinversión y su reclamación de suavizar determinados impuestos que afectan a sectores productivos. O el alegato de Miquel Roca sobre la fiscalidad de las pymes. En una aproximación superficial, estas sugerencias pueden parecer opuestas al tratamiento necesario para afrontar el agobiante nivel que alcanzará este año el déficit público. Pero no es necesariamente así. La política económica es una combinación de medidas a veces contradictorias entre sí. Lo que es exigible del Gobierno es una adecuada combinación entre el rigor necesario para combatir el déficit -rigor indispensable a plazo inmediato- y la introducción de nuevas lógicas que permitan el despegue y la expansión a término medio.
En este sentido, el avance sobre la política de inversiones del Estado puede resultar ilustrativo: el Gobierno ha anunciado que la inversión estatal crecerá en 1994 sólo el 2,5% (aunque el capítulo de infraestructuras, el más susceptible de generar actividad y empleo, lo hará al 11,4%). Habrá que ver si con ello se mantendrá su compromiso de mantener una inversión del 5% del PIB, que Pedro Solbes ha fiado a la media de la legislatura. En todo caso, hay que desproveer también a esa cifra de un carácter mágico, dado que seguramente tan importante como su cuantía es su desglose sectorial.
Siempre en referencia a la política presupuestaria, el debate añadió poco a la escuetamente anunciada unidad especial para luchar contra el fraude y al paquete legislativo que debe darle amparo. Constituye una rectificación sobre la tolerancia de facto enmascarada a veces por excesos verbales practicada en los últimos años por las administraciones, socialistas. Lástima que Solbes no ofreciera más concreciones y que sus opositores apenas se las exigieran, comportamiento que se repitió en la fundamental cuestión de las reformas económicas estructurales.
En cuanto al pacto social, casi otro tanto de lo mismo. El nuevo Ejecutivo realizó un planteamiente, valiente de la política de rentas, exigiendo a todos sacrificios y comprometiéndose también él mismo a afrontarlos en sus ámbitos competenciales. A este planteamiento le sucedieron muecas de desprecio a cargo de círculos de escasa perspicacia intelectual y bastante miseria analítica, obsesionados por los pasados errores socialistas y nada creativos a la hora de formular alternativas consistentes. Si el pacto social es necesario, que lo es, conviene que los partidos debatan cada uno de sus elementos, sin ignorarlos en bloque aludiendo a su imposibilidad. Tampoco eso sucedió ayer.
De modo que, a lo mejor, la más interesante contribución que la sesión del Congreso puede haber realizado a la inmediata política económica haya sido la de escenificar el final de una etapa. Se ha completado ya la fase de los desahogos, la atribución de culpas y las lamentaciones. A partir de ahora, señores diputados, señores ministros, pongan manos a la obra.
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