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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Rusia inestable

A PUNTO de cumplirse el segundo aniversario del intento de golpe de Estado del 19 de agosto de 1991, Rusia parece adquirir aceleradamente los rasgos que caracterizaban a la desaparecida URSS en vísperas de aquellos acontecimientos que inicialmente parecían marcar una fisura revolucionaria, hoy muy cuestionable. Ante el asombro de los observadores políticos, la nueva Rusia tiende hacia una inestabilidad similar a la de la URSS de hace dos años y plagada de los mismos fantasmas de conspiración que han desbancado a otros problemas más técnicos, menos globales y más prosaicos en los cenáculos políticos.Hay, sin embargo, una alarmante diferencia. En 1991, la Rusia que capitaneaba Borís Yeltsin representaba una alternativa de orientación democrática a la URSS, cuyo líder, Mijaíl Gorbachov, carecía de legitimidad y no tenía tras de sí ningún grupo social relevante. Hoy las instituciones políticas rusas viven ellas mismas una peligrosa crisis de legitimidad y están sometidas a un proceso de erosión y descrédito, sin que haya, como en 1991, una alternativa global de orientación democrática. En este contexto están justificados los miedos a la aparición de caciques provinciales, de oficiales golpistas y padrinos mafiosos, movidos todos ellos por el deseo común de afirmar lo que pueden ser simplemente diversos modelos de orden en el territorio de su influencia. Dada la extensión de Rusia, su diversidad geográfica y el diferente grado de introducción de las reformas económicas, es dudoso que en el futuro próximo pueda surgir una estructura -llámese partido o movimiento de masas- capaz de vertebrar sobre nuevos principios una estructura del Estado como en su día lo hizo el PCUS.

La legitimidad de Borís Yeltsin, el principal capital del nuevo Estado ruso, se está devaluando rápidamente, pese a que los rusos le dieron su apoyo el pasa(lo 25 de abril. A la erosión de la imagen de Yeltsin ha contribuido en gran medida la confiscatoria reforma monetaria introducida el pasado fin de semana. Al margen del daño material, que puede ser compensa(lo, los rusos han vuelto a sentir una brutal realidad: el esquema del ejercicio del poder bajo el mandato de Yeltsin prescinde del factor humano y de los intereses del hombre de la calle con la misma facilidad con que lo hacían las instituciones soviéticas. Esto quiere decir -y aquí está lo más importante y también lo más peligroso para el equipo de Yeltsin- que las tradiciones estalinistas siguen vivas en formas suavizadas, y que, por tanto, el país no ha roto con el pasado. A raíz de la forma en que se planteó la reforma monetaria, son muchos los que expresan dudas hacia el presidente y su capacidad gestora. Estas dudas estaban ya ahí, provocadas por las desapariciones esporádicas y acentuadas por la balbuciente intervención, esta primavera, ante el Congreso de los Diputados. Sin embargo, muchos temen planteárselas abiertamente, porque el hacerlo resalta la falta de alternativas.

El miedo a que cualquier cambio en el equipo dirigente ruso empeore la situación sofoca y limita el debate en el equipo de Yeltsin. La oleada de acusaciones ¿le corrupción, que afecta tanto a los partidarios como a los adversarios del presidente, se inscribe en la lucha política de tal forma que es imposible plantearse en serio el asunto de la ética del poder. Mucho menos ahora, cuando en los sectores sociales reformistas está muy extendida la idea de que la transformación de un sistema en otro implica el predominio temporal de la ley de la selva, y entre la ciudadanía se arraiga todavía más la idea de que la tradición de robo y expoliación del partido comunista tiene dignos seguidores en los nuevos dirigentes. Dado el contexto de lucha política en que se inscriben las denuncias de corrupción, la primera reacción ante el cese del ministro de Seguridad, Víktor Baránnikov, acusado de falta de ética personal, es de escepticismo. Y el cese da pábulo a todo tipo de interpretaciones, desde la que atribuye a Baránnikov el confeccionar informes de los máximos dirigentes rusos, de uno y otro bando (por cierto, una tradición muy soviética), a la que le achaca no haber continuado la purga que inició Vadim Bakatin en el KGB. Determinados círculos en el Ministerio de Seguridad, afirman medios periodísticos rusos, están muy vinculados al Frente de Salvación Nacional, el movimiento nacionalista y procomunista donde se aglutinan los más recalcitrantes conservadores.

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Sin embargo, no todo está perdido en Rusia. Nuevas generaciones de políticos profesionales, conscientes de cuáles deben ser las normas de una sociedad de derecho, se están formando en las provincias rusas. Pero aún no son muchos, ni tienen suficiente arraigo. El peligro es el vacío en que puede caer Rusia si los actuales dirigentes sucumben, víctimas de sus intrigas e incompetencias, frente a una alternativa fragmentaria, parcial y anárquica.

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