Pavarotti llega al corazón de la química italiana
Recital del tenor entre las chimeneas y grúas del puerto de Rávena
Había una fila de siete grúas de aspecto amenazador, en lugar de mozos con calzón corto y librea, para recibir a los 7.000 espectadores que llegaron pasados por agua, el jueves por la noche, al concierto al aire libre de Luciano Pavarotti en el puerto de Rávena. Cerca de un centenar de enormes contenedores apilados, en lugar de paredes cubiertas de terciopelo rojo o damasquinados, delimitaban el recinto en el que el tenor realizaba su primera aparición estelar, tras una temporada fatalmente marcada por renuncias y suspensiones y, sobre todo, por el el histórico gallo del Don Carlos que abrió el programa de La Scala.Otros dos imponentes brazos telescópicos hacían de bambalinas, para sostener en vilo a dos grandes juegos de altavoces. Como fondo de escena, la torreta del barco de los bomberos, parcialmente cubierto por algunos telones de aspecto precario, y tantísimas torres de carbón, depósitos de combustible, chimeneas que lanzaban al aire columnas de humo aparentemente ligeras y un poco raquíticas.
La exhibición industrial resultaba excesiva incluso para muchos ciudadanos de Rávena, acostumbrados a este magnífico decorado que expresa una de las principales concentraciones italianas de industria química, pero que antes de ocupar sus asientos empapados habían soñado con que Pavarotti y el mar signiricaría una noche más bucólica y ligera de elementos, apenas el peso natural del cantante, su bellísima voz, el agua y la luna.
Tal vez se trataba precisamente de demostrar que la química moderna -el puerto de Rávena tiene sólo 30 años, que el concierto celebraba- contamina tan poco que incluso unos pulmones privilegiados como los de Pavarotti pueden trabajar en ella a pleno rendimiento.
Y el tenor no era desde luego responsable de que, en los meses transcurridos desde que se programó su concierto, los jueces hayan revelado que la química italiana tiene una capacidad contaminante muy superior a la sospechada por los ecologistas, y mucho más peligrosa que la atmosférica, en la medida en que afecta directamente al tejido más complejo, que es el social. En las investigaciones judiciales sobre corrupción en Italia, la química destaca, en efecto, como la principal fuente de comisiones ilegales y de otras operaciones oscuras.
Menos aún se puede culpar a Pavarotti de la omnipresencia en el entorno de su concierto del símbolo del Ente Nazionale Idrocarburi (ENI), una especie de grifo conocido en Italia como "el perro de cinco patas", que daba al ambiente una connotación definitivamente siniestra. El símbolo del ENI había aparecido en estos días en la prensa dibujado con una bolsa de plástico en torno a la cabeza, como alusión al suicidio del presidente del grupo petrolero estatal italiano, Gabriele Cagliari, registrado en la cárcel de Milán el pasado martes.
Es evidente, por último, que Pavarotti no tiene nada que ver con otro suicidio, el de Raúl Gardini, que no se produjo hasta nueve horas después de la conclusión de su concierto, ayer por la mañana. Pero Gardini, que junto con su familia política, los Ferruzzi, han sido los grandes patrocinadores del festival musical y, en general, de la imagen internacional de Rávena, era la gran ausencia anunciada en el recital. Los perióicos especulaban incluso con que llegara al puerto, como en los bueos tiempos -hace sólo pocos eses-, a bordo de uno de sus barcos, que lleva el nombre de El moro di Venezia, y oyera a Pavarotti desde el centro de la rada. Pero su secretario advertía de que estaba en Milán, ocupado en "asuntos".
El lujoso y bello palacio de Raúl Gardini en Rávena, tan admirado por los turistas como los mosaicos bizantinos de San Vitale o de la tumba de Gala Placidia, seguía entretanto abierto, con el Mercedes dispuesto a partir tras la puerta. Igualmente abierta, sobre la otra acera de la pequeña vía d'Azeglio, la casona del cufiado y rival de Gardini, Carlo Sama, y de su esposa, la bella Alessandra Ferruzzi, aunque los rumores situaban a una y otro a bordo de un barco en Turquía. Nadie de la familia Ferruzzi se dejó ver, en definitiva, en el concierto de Pavarotti, cosa que hace sólo un año hubiera sido impensable. Entre el público, muchos de sus empleados, la esposa de Riccardo Muti, a la que el tenor dedicó un aria, y no menos turistas franceses y alemanes llegados desde Rímini y su entorno, que es un poco el Benidorm de la costa Adriática.
Ante ese ambiente, pesado y descompuesto por una lluvia justiciera que obligó a aplazar el concierto, programado inicialmente para el miércoles, y que incluso el jueves hizo que comenzara con incertidumbre y un retraso de una hora, Pavarotti se presentó informalmente con vaqueros, un chaquetón impermeable hasta las rodillas, un enorme foulard al cuello, de la misma largura, y una gorra como del Real Madrid, blanca. Cantó siempre con las manos en los bolsillos, y sólo abrió y cerró los brazos para saludar al público y al director de la Orquesta Sinfónica de Emilia Romagna, que le acompanaron vestidos de etiqueta.
Comenzó con Un aura amorosa, del Cosifan tutte y Dalla sua pace del Don Juan, también de Mozart, que devolvieron fresco al mejor Pavarotti de los festivales de Salzsburgo de los anos setenta. Continuó con Celo e mar, de: La Gioconda, un aria en la que estuvo algo inseguro de afinación pero brillantísimo en el agudo, y con el Lamento de Federico de LArlesiana, de Cilea, cuyos acentos meridionales conmovieron al respetable.
Lucían efectivamente cuatro o cinco estrellitas cuando, tras cinco minutos de descanso, el tenor abordó el Recondita Armoniu, e inmediatamente, el E lucevan le stelle, también de Tosca. Siguió con Vesti la giub ba y tres canciones, que componían un programa, serio y exigente. Pavarotti lo interpretó excelenternente, en gran forma de voz, con sensibilidad y estilo, a condición de que se acepte el juego de la amplificación y de un desarrollo graduado que configuran condiciones muy distintas de las que concurrieron en el clamoroso fallo de La Scala.
Las propinas no fueron cacahuetes: Tra voi donne, brune e bionde y Donna non vidí mai, de Manon Lescaut de Puccini, dieron paso a O sole mio y al Nessun dorma (Nadie duerma), un lema que por estas fechas en Italia, más que la fábula amorosa de Turandot, evoca rumores de grilletes y esposas.
Es seguro que ni siquiera cuando coronó el brillante Vinceró de este aria, Pavarotti hizo que se olvidara totalmente el mal gusto de la química ni de su mala actuación pasada. Pero cantó como un maestro y el público se lo reconoció, aunque la noche era intempestiva.
Por su parte, el Festival de Rávena, un certamen de nivel comparable a los mejores en su género, por el que este año han pasado sucesivamente directores como Riccardo Muti
Georg Solti o ¿ianandrea Galvazzeni, y solistas como Maurizio Pollini, busca nuevos patrocinadores capaces de mantener el impulso que Gardini y los Ferruzzi dieron a su cartelera. No es fácil que éstos tengan sustituto, ni por lo que se refiere al futuro de su ciudad ni al de la música.
Babelia
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