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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fiscalidad y bienestar

SI SE midiera con precisión y rigor el estado de ánimo de los ciudadanos en estos días, probablemente se registraría uno de los mínimos de los últimos años, al menos en el de esos 3,8 míllones de contribuyentes que, según los cálculos de Hacienda, han presentado una declaración positiva del impuesto sobre el rendimiento de las personas físicas (IRPF). Si el cumplimiento de las obligaciones fiscales no es precisamente el ejercicio más grato de cuantos se derivan de la condición ciudadana, en esta ocasión su cumplimiento deja menos lugar a la satisfacción.El fin del plazo para presentar la declaración del IRPF coincidió con el suministro de todo un rosario de indicadores económicos expresivos del creciente deterioro del bienestar de los españoles y con suficientes muestras de su vocación de continuidad en los próximos meses. El progresivo número de personas sin empleo es el exponente más elocuente de esa recesión por la que atraviesa la economía española, de la que ha dejado constancia la catastrófica tasa de variación del producto interior bruto (PIB) en el primer trimestre del año, significativamente peor que la prevista. La evolución de la actividad económica incide negativamente en la confianza de los agentes económicos -familias y empresas-, coadyuvada, en no menor medida, por la constatación del deterioro de las finanzas públicas, es decir, por una mala administración de los recursos públicos.

El contribuyente español dificilmente puede escapar a la puesta en cuestión de la capacidad con que se administra esa parte de su renta que año tras año absorbe el Estado y que constituye una parte fundamental de los ingresos públicos. Se comprende el escepticismo, cuando no la irritación, con que los contribuyentes han de contemplar la incapacidad de los responsables de la política presupuestaria para alcanzar los compromisos previstos: para que salgan las cuentas. No se trata sólo de que la recesión haya contribuido a esa considerab,e desviación que, ya en el mes de mayo, ha puesto de rnanifiesto la ejecución del presupuesto; el descontento tiene también su origen y justificación en los errores en que han incurrido durante este año los mismos responsables en los cálculos de las retenciones y tarifas sobre el IRPF, en la creciente complejidad incorporada en la liquidación de ese impuesto o en la insuficiente eficacia de la lucha contra el fraude. El cowribuyente se pregunta legítimamente sobre la capacidad recaudatoria de la Administración en otras figuras tributarías distintas de la renta del trabajo; en resumen: ¿pagan todos los que deberían?

Si uno de los exponentes de la madurez democrática de un país es el grado de conciencia fiscal de sus ciudadanos, su preservación y su fortalecimiento tienen mucho que ver con el grado de eficacia y honestidad con que sus gobernantes administran esos recursos públicos. Tan necesario como aplicar acciones correctoras sobre el importante desequilibrio que presentan las finanzas públicas españolas es poner de manifiesto una Administración con un talante bien distinto al practicado hasta ahora por sus responsables: en el celo con que se gasta, en la eliminación de los sobrecostes con que se asumen determinados gastos e inversiones públicas como consecuencia de la ineficacia, del incumplimiento de los compromisos de pago o, directamente, de los prácticas deshonestas.

Es en este ámbito de la política en el que el nuevo Gobierno de la nación y los autónomos -incluidos los que reclaman con más intensidad mayores dosis de autorresponsabilidad fiscal- han de llevar a cabo algo más que ese necesario ajuste presupuestario con el que nos enfrentaremos el próximo año.

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