La ira kurda
EL MOVIMIENTO secesionista kurdo en Turquía desencadenó ayer la que probablemente es la mayor ofensiva terrorista jamás ocurrida en Europa contra objetivos diplomáticos de cualquier país. Más de una veintena de asaltos y ocupaciones de embajadas, consulados y legaciones turcas en Alemania, Francia, Suiza, Suecia y Dinamarca, con la muerte de un manifestante kurdo y una amenaza de muerte sobre cerca de 25 rehenes en el consulado turco de Múnich, son el primer balance de esta operación. La oportunidad del asalto a las legaciones viene justificada por lo que se anuncia como una próxima gran ofensiva del Ejército turco contra el último reducto de la guerrilla kurda en el este del país, allí donde el Asia Menor es ya simplemente Asia.El fenómeno del irredentismo kurdo, presente no sólo en Turquía sino también con la máxima virulencia en el vecino Irak, pero de igual modo en Irán y Siria, tiene una vida contemporánea que arranca de los acuerdos que pusieron fin a la I Guerra Mundial. Por el tratado de Sèvres, en 1920, las potencias occidentales victoriosas decretaron la partición del imperio otomano en principados que debían entregarse a la anexión o al protectorado de Grecia e Italia, y en medio de todo ello el reconocimiento de una zona autónoma del Kurdistán, que los propios kurdos entendían como un interinato hacia la plena independencia. Todo ello se basaba en que la derrota de Estambul en la guerra fuera irreversible, pero los hechos de armas de Mustafá Kemal en su guerra de independencia contra los invasores griegos preservaron todo lo que es el Asia Menor como hogar indiscutible de los pueblos turcomanos con su nueva capital en Ankara. Con la resurrección de Turquía de entre las ruinas del imperio hubo que negociar un nuevo acuerdo de paz que en 1922, en Lausana, enterraba cualquier sueño kurdo de estatalidad.
Desde entonces Turquía se ha negado a reconocer el hecho kurdo -no menos de 8 millones de habitantes de los 55 que tiene el país-, no ya en su vertiente política, sino ni siquiera cultural o comunitaria. Para Ankara los kurdos son los "turcos de las montañas", en gráfica descripción de aquello que se ha decidido que no existe por decreto. Desde la II Guerra Mundial, la guerrilla kurda ha constituido un sangriento incordio para los Gobiernos turcos, que se han obstinado en tratar sólo como un problema de orden público las pretensiones nacionales de la citada minoría. Por su parte, la guerrilla ha pasado por una larga y cambiante serie de expresiones políticas en las que ha subrayado fundamentalmente la reivindicación de la autonomía, guardando silencio sobre las intenciones últimas de su irredentismo.
Ankara ha llegado en ocasiones incluso a acuerdos muy puntuales con algunas de las fuerzas nacionalistas, y, al menos cuando ha habido Gobiernos democráticos en el país, como en la actualidad, ha parecido que el absceso kurdo podía ser paulatinamente convertido en un problema de ordenación del territorio en la medida en que el propio sistema democrático tolerara la suficiente autonomía municipal como para crear un lugar a la expresión de lo kurdo. Pero lo que el Gobierno turco jamás ha parecido dispuesto a aceptar es la formación de un Kurdistán autónomo dentro de sus fronteras.
En la conmoción desencadenada por la desaparición de la URSS y en el rediseño de todo un mapa, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), máxima expresión política del nacionalismo kurdo, sufre más que nunca la frustración de una historia que siente incompleta. Pero el camino del terrorismo extendido a medio continente europeo no puede sino restarle apoyos en la opinión pública internacional. En los días en que parece que muere Bosnia, Europa no puede, ni quiere, hacer otra cosa que aconsejar a Turquía comprensión para el hecho kurdo y un respeto de los derechos humanos que no ha parecido, históricamente, la mayor virtud de los gobernantes de Estambul.
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