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Inquisidores

Andrés Trapiello

Parece que nos regimos por las prohibiciones. Nos gusta prohibir tanto como que se nos prohíba.Hace años, cuando Franco, y eso lo recordamos casi todos, si se era de izquierdas no podía uno, por ejemplo, arremeter contra la Unión Soviética. 0 no debía. Es cierto que el punto de vista variaba sensiblemente, pues si tu interlocutor era, pongamos por caso, un correligionario prochino, no sólo no podía uno hablar mal de los revisionistas rusos, sino que eso le hacía a uno merecedor de halagadoras consideraciones dentro del propio partido o facción. Ahora bien, si a quien tenías delante era a tu viejo padre, convicto y confeso falangista, no sólo no podía uno criticar tal o tal aspecto de los desaparecidos sóviets, sino que un imperativo moral te llevaba al absurdo de defender frente a tu progenitor algo que horas antes habías estado criticando, y defenderlo por una razón práctica. Las categorías kantianas se habían contagiado, como se ve, de la dialéctica hegeliana: hablar mal entonces de la URSS era hacer el juego a la reacción. Hoy a aquello algunos lo siguen llamando "escuela de libertad".

Llegar a saber cuándo le hacías el juego a la reacción se convirtió en algo tan importante como hacerle la pascua, aunque las reglas de la lucha fuesen tan sutiles y variables como las de ese juego, y a menudo incomprensibles. Desde luego, a un alumno de Juan de Mairena los viejos camaradas lo habrían pasado por las armas: la verdad, para ellos, era conforme y según la dijera Agamenón o su porquero.

El que haya tenido que vivir este siglo se habrá pasado la mitad de su vida huyendo de hacerle el juego a nadie.

Todavía recuerdo (un escritor sólo tiene eso, memoria) cuando al finalizar un concierto de ruidos, o salir de una exposición de pinturas abstractas, uno no podía expresar su opinión si ésta era negativa.

La confusión no es de ahora. En este siglo no han sido pocas las ocasiones en que se ha pensado que vanguardia política era identificable a vanguardia artística. De hecho, las dos vanguardias avanzaron, como se dice, al consuno en 1917, y al fin y al cabo no les faltaba razón. Comunismo era dadá. Y más tarde, comunismo y surrealismo se lanzaron a la conquista del Estado, con las bonitas consecuencias que conocemos todos. Vueltos los argumentos del revés, no han sido pocos quienes han pensado que los reaccionarios políticamente lo eran también en asuntos de literatura o de arte. Que Proust hiciera una obra moderna con lo más reaccionario y decadente de una sociedad no les dice nada.

No hace mucho (e insisto en que lo único que le queda a un escritor después de todo es memoria y una cierta visión del mundo), Octavio Paz, antes de que le distinguiesen con el Nobel, se enfrentó a cien o doscientos oyentes, en su mayoría atónitos, sumisos y respetuosos seguidores que habían ido allí a escucharle, y entonó la siguiente elegía: "Nuestro tiempo, los escritores y artistas de nuestro tiempo, han perdido aquella maravillosa y admirable capacidad de contestación y sorpresa de los dadaístas y surrealistas, que eran capaces con un solo grito irreverente de cuestionar todo el orden social y artístico". Contemplé de inmediato la posibilidad de que alguien de entre el público, en el más puro estilo surrealista y dadá, se levantase y gritase: "¡Paz, vete a la mierda!", o cualquier otra patriótica consigna. Es lo que estaba pidiendo. Gritos como ése, y de peor calafña, los escupieron a cientos nuestros admirados Breton, Tzara o Cravan. Lo que no llego a entender del todo es cómo esa grosería podía poseer en 1921 mordiente y un alto valor artístico y ser en 1989, en caso de que se hubiera pronunciado, no más que una patética manifestación de la mala educación. De nuevo veríamos a Agamenón enzarzado con su porquero.

La lucha entre lo viejo y lo nuevo ni es de ahora ni se acabará nunca. En un memorable y admirable verso quedó escrito: "Mexalta el nou i m`enamora el vell" ' Lo escribió un poeta, J. V. Foix, que era en política un hombre reaccionario (si los catalanistas de ahora no tienen nada en contra de que se diga) y en literatura un seguidor de la vanguardia. Las combinaciones, sin embargo, son infinitas: sabemos de progresistas en política que son reaccionarios en literatura, reaccionarios en lite ratura que lo son también en política, ricos y buenos escritores, malos escritores y pobres, escritores con gran éxito de público y buenos escritores, y con éxito de público y pésimos es critores, etcétera. No hay una sola fórmula y todas las combinaciones son posibles.

La complejidad de la vida, y sobre todo la complejidad de las vidas, hace, sin embargo, que la política y la literatura favorezcan frecuentes y malos entendidos.

El último ha venido de un político del Partido Popular, de cuyo nombre, aunque quisiera, no puedo acordarme. Manifestó que un escritor conocido le parecía "aburrido". Naturalmente, esto levantó las iras, justas, de otros muchos colegas literatos, aunque si hubiese manifestado que lo encontraba de gran amenidad y entretenimiento, supongo que tampoco le habrían felicitado por ello, si bien éstos son extremos en los que no hay que pensar, para no hacer el juego a la reacción. Si un hombre público sostiene que le gusta Mahler, a todos les parece bien. Ahora, si dijera lo contrario, iba aviado.

Un político puede leer libros y escoger entre Vizcaíno Casas o Neruda si ése es su gusto, pero lo que piensa de uno o de otro escritor es algo que debería sernos indiferente. Y no porque tenga o no razón, sino porque está fuera de lugar, tanto si le gusta mucho como si le disgusta mucho uno y otro. Y, desde luego, tiene derecho a decirlo. Hasta ahí podíamos llegar. Otra cosa es que sea inconveniente e inoportuno.

A mí me parece que sería un disparate que de nuevo política y literatura cabalgaran juntas, y se extendiese la especie de que hay escritores de la derecha como escritores de la izquierda, privativos de ellas. Hay muchos que siguen creyendo que la cultura es sólo de izquierda, así como hay otros que piensan que la cultura sólo ha sido posible por los duques y los millonarios, que hacían de mecenas. Son esa clase de generalizaciones que les gustan mucho a los del Reader´s Digest. Incluso se dan los que sostienen que los políticos de derechas están menos cualificados para hablar de literatura que los de izquierdas, lo que nos llevaría a la consideración de tener que elegir entre Matanzo y Rodríguez Ibarra, lo cual sería una imperdonable falta de juicio, por cuanto tienen de odiosas las comparaciones.

Durante muchos años (y la memoria es ya a estas alturas como calderilla) manifestar que una novela como Ulises se nos podía hacer insoportable. era acreditarse con una muy pésima reputación política, por lo mismo que para los franquistas la mayor parte de los comunistas o eran maricas o vagos.

La literatura y la vida están hechas, sin embargo, de matices. Incluso la política debería estarlo. Puede uno admirar tanto Dublineses como detestar Ulises. Que yo sepa puede incluso alguien participar de la opinión del tal diputado del PP con respecto a ese novelista, o de la de Alfonso Guerra respecto a Mahler, y no votar a ninguno de los partidos en que militan, o votar a uno un año y otro al otro, etcétera. Cada vez es más difícil ser libre, pero una de las maneras más absolutas de ejercer la libertad hoy día es negarse a aceptar que a uno se le tenga por militante socialista sólo por el hecho de que le guste Mahler, o, al contrario, reaccionario sólo por la eventualidad de que a uno le aburran los libros de tal o cual escritor, clásico o moderno, vivo o difunto. Ya decíamos: las combinaciones son infinitas y ninguna es pecado, por lo que tampoco deberían acarrearnos la excomunión.

Supongo que muchos creen que las cosas nos vienen en lotes: tiene que gustarle a uno fulano si quiere ser o sentirse o que le crean de izquierdas (o de derechas, según las conveniencias), aunque la experiencia nos dice que algunos son escritores que te abren las puertas de la reputación y el buen nombre y otros te las cierran. Esa es la razón por la que se extendió en arte y literatura el adjetivo interesante. Es lo que debemos decir todos ante un libro, una película o una música de las que no convenga hablar mal: "interesante", "muy interesante" o "interesantísima", según el grado de nuestro cinismo, aunque siempre estamos a tiempo para repetir el memorable veredicto de un memorable crítico sobre una novela no menos memorable: "Impenetrable. Genial".

La caza de brujas está siempre a la vuelta de la esquina, y la experiencia nos dice que en cuanto manifiesta uno su punto de vista, si éste es sincero y libre, termina uno en el punto de mira de los inquisidores, los cuales, dicho sea de paso, siempre encuentran colocación en todas partes.

Andrés Trapiello es escritor.

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