Una trampa funesta
La postura de la Administración de Clinton respecto a las negociaciones bosnias constituye un curioso documento. Como manera de concebir un honorable papel diplomático para Estados Unidos, respaldado por presiones fundamentalmente económicas, no militares, es extremadamente hábil y merece ser apoyada. Pero debemos tener cuidado con que las disposiciones para su aplicación no metan a Estados Unidos en un embrollo del que le cueste salir.Debería clarificarse la misión del embajador Reginald Bartholemew. ¿Se supone que debe sustituir el plan concebido por Cyrus Vance y Lord Owen por un proyecto considerablemente mejorado? ¿O debe apoyar cambios marginales en una negociación de la que los mediadores de la ONU seguirán siendo los principales responsables? Si el papel de Bartholemew consiste en hacer un esfuerzo de buena voluntad por mejorar el plan Vance-Owen, puede que consiga un éxito limitado. Los cambios que se deriven de una negociación serán en gran medida superficiales. Porque el plan Vance-Owen contiene todo lo que se puede conseguir sin coacción. Y la coacción es precisamente lo que el secretario de Estado, Warren Chrisitopher, ha rechazado explícitamente.
El plan Vance-Owen no es una solución: es un apaño que reduce el territorio conquistado por los serbios e impide mayores estragos y sufrimientos, al menos durante un tiempo. No se puede conseguir nada más sin una. intervención militar estadounidense. Pero ésta dejaría a EE UU sin el apoyo de sus aliados o de los países vecinos y, casi con toda seguridad, tropezaría con la oposición de Rusia. En este contexto, EE UU se verá obligado, tarde o temprano, a elegir entre una ignominiosa salida y una guerra abierta. Si se quiere que el acuerdo bosnio sea justo, no habrá más remedio que imponerlo. Pretender, como hacen tantos adversarios del plan de Christopher, que existe un atajo de bajo riesgo para salir de este dilema es exponerse al desastre.
Christopher tenía razón al señalar que una intervención temprana de Occidente podría haber evitado el recrudecimiento del conflicto. Al principio, los aliados occidentales intentaron proteger a la antigua Yugoslavia para impedir conflictos étnicos similares en otros lugares, sobre todo en la antigua URSS, para luego acabar reconociendo a todas las repúblicas que la componían como naciones, lo cual garantizaba una guerra civil.
Dos opciones militares
Bosnia no es una nación en ningún aspecto más que en el geográfico. Está compuesta por serbios greco-ortodoxos, croatas católicos y croatas y serbios que se convirtieron al islam bajo la ocupación turca. No existen los bosnios propiamente dichos. Es un misterio por qué se llegó a pensar alguna vez que los mismos grupos étnicos que se negaron a coexistir en una Yugoslavia relativamente grande podrían coexistir en una diminuta Bosnia.
La mejor solución habría sido un fideicomiso de la ONU o de la CE sobre Bosnia lo que habría permitido la introducción de una fuerza internacional o bien, habría impedido una guerra civil o, cuando menos, atenuado su intensidad. Pero creer que las espantosas consecuencias de este conflicto pueden invertirse ahora mediante un acuerdo negociado que todas las partes, en palabras de Christopher, "aceptarían voluntariamente" es una fantasía. Una solución negociada, justa, presupone un consenso y sensatez subyacentes que no concuerdan con la conducta y la historia de las partes implicadas.
Hay dos opciones militares -básicas: presión masiva para revocar las ventajas obtenidas por los serbios y para redelimitar las fronteras propuestas por Vance-Owen o una grave implicación militar para impedir que se desbarate el acuerdo Vance-Owein o una variante de éste. Si EE UU opta por alterar la situación sobre el terreno por medios militares, se enfrentará al dilema de Vietnam: un compromiso abierto sin una salida clara. Si asume un papel pacificador importante, acabará en un aprieto similar al de Beirut: atrapado entre partes intratables y con más probabilidades de convertirse en rehén que de contribuir a la paz.
Teóricamente, una tercera opción es castigar a, Serbia por sus atrocidades mediante ataques aéreos. Esta opción debería mantenerse abierta para impedir una nueva oleada de limpieza étnica y otros ultrajes. Pero a juzgar por su aplicación en anteriores transgresiones, podría confundirse con la opción de invertir la situación sobre el terreno y podría provocar una guerra abierta o una demostración de impotencia. Parece que Clinton ha optado por la vía de participar en la aplicación de cualquier acuerdo, en cuya negociación colabore (aunque no en medidas de presión militares, excepto la zona de exclusión aérea). La estrategia es, al parear, persuadir a los reticentes musulmanes para que acepten la pérdida de territorio prometiéndoles que se les protegerá si se reanuda la agresión serbia. Se ha hablado de una fuerza de paz de 30.000 hombres, la mitad de los cuales los suministrará EE UU.
La coacción por parte de la ONU parece plausible. Se deriva de la idea wilsoniana de seguridad colectiva que parte de la base de que, en cuestiones de paz, los intereses y la disposición a correr riesgos de los actores clave son paralelos. Pero éste no es el caso en Bosnia, donde no todos los países -ni seguramente todas las partes- perciben la misma amenaza ni están dispuestos a correr riesgos similares.
Una pesadilla
Precisamente por el carácter de apaño que tiene el plan Vance-Owein, su aplicación sobre el terreno podría convertirse en una pesadilla. No cabe duda de que los serbios intentarán unir sus enclaves e incorporarlos a la propia Serbia en aras de su sueño secular de una gran Serbia. Los musulmanes intentarán reconquistar territorios de los que su población fue expulsada. Y aunque todavía no se tienen noticias de los croatas, sería sorprendente que perrnanecieran de brazos cruzados.
El Gobierno central con poderes limitados pero reales que propone el acuerdo Vance-Owein será un débil instrumento para imponer la aplicación del plan. Lo más probable es que su poder fuera del área musulmana sea comparable al del Gobierno central libanés en los territorios controlados por las diversas facciones en la guerra civil de Líbano. En estas circunstancias, es difícil creer que la pequeña fuerza prevista pueda defender los 10 enclaves étnicos propuestos. Habrá que enviar más tropas o el mecanismo de aplicación del plan resultará impotente. La coacción será más eficaz frente a las violaciones masivas de las fronteras actuales, aunque, incluso en este caso, el armamento de bajo calibre de las fuerzas de la ONU y sus tradicionales normas defensivas de participación reducirán sus posibilidades. Esto se puso de manifiesto durante la ofensiva croata contra el territorio ocupado por los serbios a lo largo de la costa dálmata, donde las fuerzas de paz de la ONU se limitaron a permanecer al margen. Las fuerzas de la ONU serán prácticamente inútiles frente a un hostigamiento de la población civil por parte de quienquiera que domine en un enclave concreto o de un vecino transgresor. Después de todo, en el tercio de territorio croata teóricamente controlado por fuerzas de la ONU, la autoridad civil serbia ha permanecido intacta y a la población croata le ha dado miedo volver.
No comprendo por qué EE UU tendría que suministrar la mitad del total de la fuerza de paz en este embrollo en el centro de Europa. Si se crea esa fuerza, su elemento predominante debería ser europeo. Si Europa no está dispuesta a proteger la paz y los derechos humanos en su propio territorio, puede que EE UU esté metiéndose en una trampa funesta al intentar actuar como sustituto.
El funcionamiento y composición del mecanismo de aplicación propuesto plantean todos los problemas de seguridad colectiva antes mencionados. El proyecto de Clinton prevé un papel fundamental para Rusia en las negociaciones y, presumiblemente, en la aplicación. Por eso la primera misión del embajador Bartholemew fue en Moscú. Pero a estas alturas está claro que la actitud de Rusia no es ni puede ser la de EE UU. Serbia ha sido el aliado histórico de Rusia más fiable. Rusia entró en guerra en 1914 para defender a Serbia, aunque no tenía ningún interés nacional inmediato que defender. Aún más, al zar difícilmente podía serie de gusto el asesinato de un heredero del trono.
El actual Gobierno de Rusia, al que ya se está atacando por su excesiva sumisión a EE UU, no está en condiciones de ejercer una verdadera presión sobre Serbia. Es concebible que Moscú coopere para que se acepte el plan Vance-Owen; puede que incluso esté dispuesto a unirse al mecanismo de aplicación. Pero la participación de Rusia en el mismo tendría como objetivo proteger a Serbia, no castigarla. Tenemos que procurar no recrear, en nombre de esa aplicación de los acuerdos, el alineamiento de potencias que llevó a la I Guerra Mundial: las regiones católicas de Croacia y Eslovenia en el lado occidental, y en medio la Serbia greco-ortodoxa apoyada por Rusia, y Bosnia, como una tierra de nadie. Si puede hablarse de consideraciones geopolíticas con respecto a una cuestión tan cargada de emociones, yo desaconsejaría la introducción de una presencia militar rusa en semejante avispero. Para llegar al territorio, las fuerzas rusas de pacificación tendrían que atravesar Ucrania, Hungría, Polonia o Rumania, y haría estremecerse a países que ya saben lo difícil que es deshacerse de las tropas rusas. Y tampoco puede interesarle a nadie iniciar un posible enfrentamiento Este-Oeste en la región más incendiaria de Europa.
Escribo estas líneas con congoja, porque me repugna la conducta serbia. Aplaudo el elocuente llamamiento de Christopher a establecer un criterio para el tratamiento justo de las minorías. Pero cuando se arriesgan vidas estadounidenses, la política exterior debe precisar a qué interés nacional se sirve. En este mundo inestable se producen muchos incidentes que chocan con nuestros valores y para cuya solución aplicamos medidas que no son la guerra. Algunas, como la intensificación de las sanciones contra Serbia, podrían imponerse en Yugoslavia. Pero para estacionar casi permanentemente fuerzas de EE UU en los Balcanes hay que probar que media el interés nacional.
Por todas estas razones, la misión de Bartholemew debería llevarse a cabo dentro del marco general del plan Vance-Owein y bajo los auspicios del Consejo de Seguridad. Cualquier participación de EE UU en las operaciones de paz debería limitarse a acciones aéreas. No evitará el dilema de Estados Unidos ante partes poco dispuestas, pero reducirá el peligro de que las tropas estadounidenses se conviertan en rehenes. Además, si nos tomamos en serio la participación en el plan, tenemos que reconocer que no se puede improvisar. Harán falta bases y un mecanismo de mando, que en su mayor parte deberán estar en Italia. Un paso significativo sería averiguar qué bases están disponibles y qué mecanismo de mando se puede crear ahora. Me tocó poner fin a una guerra que habían iniciado Administraciones anteriores con las más sólidas razones y el mayor respaldo posible. Conociendo la angustia que supone semejante esfuerzo, aborrecería contemplar a otra Administración idealista metida en semejante atolladero.
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