El libro en tiempos de crisis
La mayor amenaza que en la actualidad pesa sobre el libro proviene, según el articulista, de los hábitos lúdicos y del estilo de vida que impera en nuestra civilización: inclinada a lo audiovisual y también a la información del día a día.
Vivimos tiempos difíciles, de profunda crisis, con problemas coyunturales y estructurales graves, que plantean toda clase de desafíos, pero que también dan derecho a toda esperanza.En medio de esta encrucijada, cada hombre tiene que procurar sobreponerse a los omnipresentes mensajes de la actual sociedad consumista para poder reflexionar y asumir el futuro desde el saber y desde los valores.
En ese empeño, y pese a estar inmersos en una civilización fascinada por la imagen, es de esperar que el libro mantenga su primacía como portador de cultura, así como instrumento inigualable para esa reflexión necesaria.
Actualmente, la amenaza mayor al libro proviene más bien de los hábitos lúdicos y del estilo de vida imperante, que se inclinan por lo audiovisual y por la información sobre el acontecer, con lo que la lectura se ha vuelto a menudo frenética y sesgada, de titulares más que de contenido.
En cambio, lo propio del contenido de un libro es ordenarse, tanto en el espacio como en el tiempo, para entregarse luego, página por página, a la mano y a la mirada del investigador, del estudioso o del simplemente curioso del saber. Por eso, cada libro es una esperanza que se presta tanto al lento ejercicio del ensueño como a la impaciencia del capricho o a la profundidad de la meditación.
Dimensión reflexiva
Al poner el espíritu en contacto con el libro, lo escrito apela esencialmente a la inteligencia, que es, a fin de cuentas, la captación del mundo a través del concepto y del lenguaje. Más aún: el libro introduce la dimensión reflexiva que contrasta con la comunión afectiva instantánea o el rechazo radical que suscita la imagen.
Por todo ello, el libro es el utensilio esencial del quehacer intelectual individual: informador constante y siempre disponible. Compañero fiel de la búsqueda personal a través del colectivo tesoro acumulado del saber y de la sabiduría de las generaciones pasadas, basta observar cómo cada libro se abre solo, como un flor en plenitud, en los pasajes ya leídos y saboreados.
El libro también es expresión tangible de lo mejor del espíritu creador de los hombres. Alarde de la imaginación tanto del autor como del lector, el libro es compendio del conocimiento del autor que proyecta vivencias, del innovador audaz o del comunicador de conocimientos recreados; así como del lector de ojos fascinados, con mente crítica, aunque abierta, y con la adhesión de un corazón tantas veces exaltado.
El libro es aportación a la cultura, a la ciencia, a la tecnología, al desarrollo, a la educación o al simple divertimento del lector, o no es nada.
Y, en todo caso, el libro es conquistador en busca del lector, hasta lograr penetrar en el baluarte de su corazón y de su mente, para desde allí extender su influencia hacia las muchedumbres gracias al diálogo y al debate.
Por todo ello es un error imperdonable llamar objeto al libro que está ahí, al alcance de la mano, disponible siempre, calladamente discreto, cada vez más atractivo, incluso ocasionalmente sensual, con tacto grato para darse plenamente en lectura, al punto que el libro se hace participación e interacción con cada mujer y con cada hombre que lo toma en sus manos.
Por su parte, la lectura es reflexión serena y profunda de los mayores saberes, ensueños, meditaciones y caprichos.
La lectura es historia interminable de un noble quehacer humano que se hace cada vez experiencia única e irrepetible y que, sin embargo, se recomienza una y otra vez por otros muchos y aun por uno mismo. Cada libro, cada texto, tiene una lectura distinta desde la cultura y la actividad del respectivo lector.
Con la lectura fluyen las ideas, los conceptos y el lenguaje, pero también los datos, el grafismo, así, como la gran diversidad y la elegancia del tipo de letras (coqueta, versátil y aun agresiva a veces), junto con los colores del papel y la ilustración que embarga los sentidos. Así se comprende que el propio gesto de abrir un libro sea lo más parecido a lo que sería propio de una oración y que la lectura sea una actividad individual, íntima, casi secreta.
El papel del editor
Desde que osamos traspasar la cubierta de un libro y viajar por sus laberintos, hasta que cerramos las tapas, a menudo somos felices por tan bello encuentro, aunque no pocas veces quedemos desasosegados debido a una rápida despedida final no deseada aún, en un mundo que sólo tiene tiempo y comprensión para la acción, sobre todo si es rápida e intensa.
Por éstas y otras consideraciones, nunca ha sido más importante ni difícil el papel del editor ante la avalancha de originales de tan diversa valía y ante los altos costes de producción, distribución y almacenamiento. Esa función de apoyo selectivo al progreso de los valores culturales exige un ejercicio riguroso en la labor que separa la paja del grano a la hora de tomar decisiones y de estudiar la viabilidad de la difusión de los mejores productos del espíritu. En consecuencia, hoy como nunca hay que encarecer a los editores que se mantengan fieles al espíritu y a la letra de su dificil y decisiva misión en estos tiempos de crisis, de grandes desafíos y de viva esperanza.
Ricardo Diez Hochieitner es presidente del Club de Roma.
Babelia
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