Pensado y hecho
Por una vez la planificación ordenada y el trabajo a largo plazo se impusieron a la improvisación, a esa traca del espíritu tan valenciana que ha llegado a acuñar una expresión: el pensat ¡fet (pensado y hecho). La estrategia tenía un nombre propio. Se llama Tomás Llorens y en la actualidad está al frente de la conservación del Museo Thyssen-Bornemisza. Repescado por la Generalitat valenciana de sus tareas de profesor de arte en el Reino Unido, Llorens formuló una petición bastante insólita entre los gestores culturales de este país: tiempo. Alejado de las intrigas políticas y de los debates de salón, Llorens comenzó a diseñar las colecciones permanentes, a encargar los planos del nuevo edificio y a recabar el apoyo de la sociedad valenciana para un proyecto que, a comienzos de la década de los ochenta, parecía una quimera para una ciudad de poco más de 700.000 habitantes. El reto apuntaba, ni más ni menos, que a la entrada en los circuitos internacionales del arte. El Instituto Valenciano de Arte Moderno no nacía con vocación de ser un museo más en una ciudad de tamaño medio, perdido a centenares de kilómetros de las capitales artísticas de Madrid y Barcelona.Cuando el 19 de febrero de 1989, 2.000 artistas, políticos e intelectuales se asombraron de las obras expuestas en el IVAM tras descorrer las cortinas de la inauguración, una ciudad entera ya había convertido al centro artístico en uno de los emblemas de su renovación. En una Valencia surcada por las polémicas de campanario, las dos sedes del IVAM -el edificio vanguardista de nueva planta y el rehabilitado convento de El Carme- habían superado la prueba y habían entrado, antes incluso de ver la luz de los visitantes, en la categoría del símbolo. La Valencia democrática, arriesgada e innovadora, había logrado, al fin, un banderín de enganche. Y en esta ocasión la portaestandarte tenía nombre de mujer: Carmen Alborch.
Baños de masas
A partir de las colecciones permanentes de Julio González, del Equipo Crónica, de Josep Renau y de Ignacio Pinazo y de una calculada política de exposiciones, el IVAM atrajo no sólo el respeto y la admiración de los críticos, sino también el fervor de los valencianos. Tras demostrar que el IVAM había logrado el apoyo de las vanguardias, la directora, Carmen Alborch, consideró que un centro artístico necesitaba también un baño de masas. Tras varias muestras del pop norteamericano, de las últimas tendencias europeas o de los más jóvenes valores del arte español, Alborch montó una antológica del impresionista Joaquín Sorolla. Decenas de miles de personas desfilaron para apreciar, por primera vez en una exposición ordenada y exhaustiva, a una de sus glorias locales. El círculo se había cerrado.
Frente a las estrecheces de miras de aquellos que veían el IVAM como una plataforma ramplona de la producción artística local, el nuevo centro se asentó sobre unas capacidades que sólo reclamaban un catalizador. Más de medio centenar de galerías de arte, un movimiento pujante de pintores y de escultores, uña arraigada tradición artesanal y una sobresaliente nómina de dibujantes e ilustradores sirvieron de telón de fondo para la puesta en escena. Cuando un museo se convierte en un punto de encuentro cultural para la ciudad que lo alberga y en un destino de viaje para muchos forasteros, la cultura deviene algo vivo y dinámico. Cuatro años después de su apertura al público, el IVAM ya es una seña de identidad una Valencia abierta al mundo y a las vanguardias:
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