Residuos (el envés de la opulencia)
EN EL envés de las sociedades opulentas, entre las que, con todas sus limitaciones, se encuentra la española, se ubican, en contraste con la brillantez de su fachada, la marginación, el despilfarro de recursos naturales y una producción masiva de productos de desecho, de residuos, ya sean éstos industriales, del consumo doméstico o del sistema sanitario. En lo que a este último problema se refiere, urge un cambio en la actitud pública más acorde con su magnitud real y con la nueva sensibilidad medioambiental.En ese sentido, la voluntad o, en todo caso, la eficacia de los distintos poderes públicos en la tarea de recogida y reciclado de todos esos subproductos del desarrollo es más que dudosa. No es difícil promover campanas de concienciación y obtener un eco notable entre la ciudadanía, como se ha demostrado en el tratamiento selectivo de papel, vidrio y otros residuos. Más dificil, aunque no se trata de una cuestión especialmente costosa, es poner en marcha los mecanismos de recogida, transporte, almacenamiento y reciclado que han de seguir a esa primera movilización ciudadana. Y en eso queda todavía mucho por hacer: las montañas de papel alrededor de contenedores insuficientes, vaciados con una frecuencia también insuficiente, o la escasa extensión de los programas de separación en origen de basuras orgánicas son una prueba evidente. España se resiente en este terreno del retraso de 15 años que lleva respecto de los países más avanzados de Europa y Estados Unidos.
Más recientemente, la campaña para una recogida diferenciada de las pilas ha recibido una positiva respuesta social, de modo que su contenido, altamente contaminante, no se disemina en el conjunto de las basuras, pero se acumula en lugares inadecuados a la espera de una solución definitiva. Todavía más grave es el lanzamiento de campanas como la que se hizo a propósito de los pararrayos radiactivos, que precipitaron un alud de peticiones de desmantelamiento imposible de atender, dado que no se había previsto adecuadamente su almacenamiento y reciclado. Por no hablar de los residuos industriales de todo tipo que se vierten al medio o se aparcan junto a las propias fábricas o centrales mientras se arbitra su reprocesado.
Es mucho lo que deben avanzar las distintas administraciones en un campo al que habrá de prestarse, sin duda, más atención en el futuro para que no sucedan estas cosas u otras más asombrosas, como el tener que importar papel usado de otros países europeos para fabricar papel reciclado a causa de un procedimiento de recogida a todas luces insuficiente. Y es mucho lo que debe avanzar también la responsabilidad de los ciudadanos para con este tipo de problemas. En este sentido, es lamentable que el Plan Nacional de Residuos Industriales, puesto en marcha al inicio de esta década, encuentre tantas dificultades en su realización (fundamentalmente, creación de plantas de tratamiento), no sólo presupuestarias, sino sociales y de descoordinación administrativa.
No basta responder positivamente a las llamadas para deshacerse ordenadamente de los propios residuos, sino que es también necesario posibilitar la instalación de plantas de tratamiento de residuos sin aferrarse a la demagogia del sí, pero en territorio del vecino. Como deben avanzar también las organizaciones ecologistas, que cumplen bien su cometido de alertar sobre los peligros de un tratamiento defectuoso, o de la simple ausencia de tratamiento, enfatizando su importancia, pero no suelen estar de acuerdo nunca con las medidas concretas o la localización de las instalaciones necesarias para llevarlo a efecto.
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