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Con Joseph Mankiewicz se apaga una de las últimas sombras del esplendor de Hollywood

El cineasta tema 83 años y en la madrugada del sábado cayó víctima de un ataque cardiaco

Se durmió para siempre el anciano cineasta súbita y apaciblemente, en su casa de Beresford Hills, muy cerca de Nueva York y muy lejos, física y moralmente, de la barriada de Los Angeles donde hasta hace 20 años fue -tras realizar su último filme, La huella, en 1972, y dar la espalda a Hollywood con un amargo "No vendré más por aquí: creasteis el cine y ahora lo estáis matando"- un aristócrata forjador de la edad adulta del cine. Su inteligencia era tan aguda que se percibía con una mirada a su mirada. Le rodeaba un aura misteriosamente visible y no intimidatoria, sino acogedora. Tenía Mankiewiez el don del contagio de ideas, y su simple presencia hacía de su interlocutor una esponja de su don de la palabra. Con él muere, un poco más, el cine.

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Su padre era un alemán de Pensilvania, que educó con esmero a sus hijos Herman y Joseph. Éste nació el 11 de febrero de 1909 en la ciudad de Wilkes-Barre, y a los 19 años era un pez en las aguas turbulentas del Berlín de finales de los años veinte. Acudió allí para perfeccionar el idioma paterno y, gracias a su deslumbrante simpatía, hizo suyos los nidos de fiebre de las redacciones de los periódicos, los teatrillos del Kabaret de lucha y los pasillos de los estudios cinematográficos de la UFA, donde comenzó traduciendo titulillos de películas mudas y aprendió a escribir películas habladas.Este aprendizaje desde abajo, junto al -por entonces apreciadísimo en Hollywood- aire europeo que despedía su cuidado aspecto y la finura de su habla, añadidos a su instinto para descifrar rápida e infaliblemente los recovecos de los comportamientos de la gente, fueron las llaves que le abrieron a Mankiewicz las puertas de la fábrica del cine, cuando en ella todavía el talento creativo era un rango incontestablemente superior al olfato de los mercaderes de rutinas, que hoy son sus dueños y a quienes Mankiewicz dio con desprecio la espalda hace ahora 19 años.

A su arrollador ascenso en las jerarquías de Hollywood contribuyó también la extraña y dramática personalidad de su hermano mayor, Herman: nada menos que el verdadero y -salvo retoques- único escritor (cosa que siempre estuvo atragantada como una espina en la garganta de Orson Welles) del portentoso guión de Ciudadano Kane. Era Herman un hombre de gran talento, pero prematuramente gastado por su carácter hosco, amargo, dañado por la despiadada vivencia del periodismo de sensación y de combate en aquella crispada época. El alcohol acabó con él.

En 1930 subió a la pantalla el primer guión de Joseph Leo Mankiewicz: Fast Company, película de relleno dirigida por un hombre devorado por el olvido, Edward Shuterland, para quien escribió cuatro guiones más, en los que la escritura supera siempre a la imagen. Pero pronto su pluma comenzó a ser materia del cine de grandes directores, como Ernst Lubitsch (Si yo tuviera un millón, 1932), King Vidor (El pan nuestro de cada día, 1933) y George Cukor (El jardín de Alá, 1934).

El gran salto

Al año siguiente, 1936, un salto: Mankiewicz se pone al frente de la producción de la terrible Furia dirigida por Fritz Lang, de donde, además de un inagotable odio -que perduró hasta ayer, día de su muerte- contra la persona de aquel genial, pero megalomaníaco y despótico cineasta vienés, el joven Mankiewicz aprendió a llegar con una cámara al fondo de las cosas.Detrás de su compulsivo desprecio por Lang, es probable que Mankiewicz guardara la inconfesable convicción de que su camino había sido dictado en su encarnizada lucha contra aquel intratable individuo. Aunque siguió produciendo y parcialmente escribiendo -entre ellas, dos maravillas: Maniquí, dirigida por Frank Borzage; Historias de FiladeLfia, dirigida por George Cukor- películas, Mankiewicz estaba preparado ya para llevar él mismo a la pantalla su escritura y así convertirse en uno de los escasísimos verdaderos autores de cine que existen.

Hasta aquí un esbozo de la pista de despegue de este hombre total de cine. Por sólo este prólogo, su nombre es parte importante de la historia de su arte. Y es a tenor de esto como hay que medir la altura de su vuelo posterior, que abarca 25 años de creación, en ocasiones casi absoluta, de una serie de obras de gran alcance emocional e intelectual -Odio entre hermanos, Carta a tres esposas, Eva al desnudo, Operación Cicerón, Julo César, La condesa descalza, Mujeres en Venecia, El día de los tramposos, La huella- y en ocasiones construcciones de perfección clásica y claridad geométrica, obras de hondura diáfana, tanto por la brillante escritura de soporte como por la elegancia de la armazón dramática y visual de su incontenible elocuencia verbal, que hizo de Mankiewicz, dentro de los modelos del esplendor de Hollywood, un cineasta singularísimo y de especie única.

Pocos cineastas conocían y amaban tanto y tan bien a las mujeres. Se casó cuatro veces, tuvo cuatro hijos, vivió a fondo su vida y la de los suyos, amó apasionadamente -sin llegar a ser de él: sólo una vez hizo un montaje escénico- el teatro y, por encima de todo, dedicó su inteligencia al conocimiento de las entretelas de la vida de sus contemporáneos. Aportó al cine, junto a su visión irónica de la excepcionalidad de la vida cotidiana, un pozo sin fondo de sabiduría sobre los pobladores -transparentes y turbios, corderos y alimañas, pero siempre gente humana- de este siglo, por lo que su mirada será fuente del conocimiento de las raíces del siglo que viene. Un prototipo de hombre universal muere en la muerte de Mankiewicz. La inteligencia y la generosidad del cine mueren también con él. Su obra nos ayudó a amarnos y serán incontables quienes en el futuro nos amen a través de él.

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