Carrera y cencerros
Apenas medio centenar de metros separa un cielo limpio y azul de la irrespirable y sospechosa neblina que a esas horas envuelve la capital. 20 de enero, san Sebastián: en Fresnedilla, su cita anual y festiva con el patrono. En Madrid, un día más. Todos parecen estar de acuerdo con un vecino de mediana edad, rostro orondo y maneras rotundas, cuando afirma: "Sería el último día de mi vida que trabajara yo hoy". Por eso, porque lo tienen tan claro, han tomado en el pueblo la sabia decisión de dejar la fiesta donde siempre ha estado, evitando la tentación de trasladarla al fin de semana.
Casi cuarenta jóvenes acudieron este año a la llamada de los judíos, a cuyo cargo corre la organización de la fiesta. Vestidos con monos de vivos trazos y colores, con enormes cencerros a la espalda, su iniciación comienza al llegar a la adolescencia, y la pertenencia se mantiene mientras son mozos. Tras el matrimonio, pueden incorporarse al grupo -mucho menos numeroso- de los casados, que toma las calles de una forma similar al día siguiente.
Junto a los judios y con un papel protagonista, figura la vaca, que, valiéndose de un armazón de madera en forma de lomo del animal, recubierto de piel de vaca y rematado con una sólida cornamenta, se dedica a embestir al alcalde y al alguacil, otros dos personajes de la fiesta. Una enorme y delicada escarapela de cintas de suaves colores dulcifica la imagen de la vaca; también la delicadeza y la laboriosidad destaca en los sombreros que llevan alcalde y alguacil, quienes han guardado además para hoy su mejor traje.
El contrapunto grotesco lo ponen la hilandera (también llamada, y con motivo, guarrona) y el escribano, quienes se dedican a obtener el tributo de propios y extraños valiéndose, como arma, de un libro en el que han ido pegando imágenes extraídas de revistas pornográficas.
Unos y otros, junto al pleno, asisten a la misa en honor al santo patrono permaneciendo de pie en dos filas, a lo largo del pasillo. En el momento del ofertorio acuden de uno en uno a depositar en un cestillo una moneda que llevan en la boca, reculando para regresar a su sitio sin dar la espalda al santo. Durante la procesión, en tres ocasiones se arremolinan, arrodillados, en torno a la imagen. Lo demás son carreras en tropel, saltos, risas, atronador estruendo de cencerros y la magia de una fiesta cuidadosamente conservada por quienes de verdad la disfrutan.
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