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¿Hasta cuándo con las drogas?

La corrupción en las instituciones a causa del narcotráfico aumentará, afirma el articulista, si no se adoptan medidas tendentes a la legalización de las drogas. Y agrega que una política de persecución penal que califica de irracional contribuye a reforzar lo que llama "diabólica trampa" de la situación actual.

El ingreso en prisión de varios guardias civiles por narcotráfico debería ser motivo para todos de reflexión. Por de pronto, una institución por la que se ha luchado desde la democracia como instrumento útil en los menesteres más comprometidos, como el terrorismo y la lucha contra el narcotráfico, se está pudriendo por dentro como una ciruela. Yo pronostico que esta situación empeorará. La podredumbre continuará en la misma Guardia Civil y se extenderá a otros cuerpos policiales, al propio Ministerio del Interior, al de Justicia, a los funcionarios de prisiones, a los jueces, a las altas capas sociales y a los políticos.Y no debemos cargar las culpas, aunque así sea, al poder corruptor de los narcotraficantes, a la catadura moral de éstos, a la escasa persecución policial o al refranero, según el cual la manzana podrida pudre a la sana.

La causa, muy al contrario, se encuentra en la política de persecución penal, cada vez más endurecida e irracional en este punto. Llamó la atención del observador, cuando los socialistas arribaron al poder, que expresamente se manifestaran condescendientes con el consumo de drogas porque les parecía ejercicio de la libertad individual, que con tanta ansia se estrenaba tras la dictadura, y práctica de la propia responsabilidad. Cuando captaron que el asunto les quedaba grande y no era manejable, acompañado todo ello con las críticas de organismos internacionales y terceros países, se asustaron, convirtiéndose en paladines de la lucha contra el narcotráfico. Este cambio, como el de todo converso, se hizo tan radical que determinó un clima de apriorismo condenando, vade retro, todo lo relacionado con las llamadas drogas orientales.

Las consecuencias encadenadas que trae esta situación -no sólo en nuestro país- son absolutamente irracionales. 1. Se anatematizan las drogas de origen externo a nuestra cultura (cocaína de América, opio de Oriente) y se fomenta el consumo de las proplias (alcohol). 2. Se declaran ¡legales y fuera de comercio las primeras, cuando son imprescindibles (léase bien, imprescindibles) en la medicina para luchar contra el dolor. 3. Se persiguen con las penas del infierno a consumidores y traficantes, mientras Sharon Stone anuncia, pícara ella, un producto alcohólico. 4. La ilegalidad y la persecución dan lugar a la carestía, y ésta a la marginación social del consumidor que no puede obtener el dinero por sus propios medios y tiene que recurrir a los ajenos, a voluntad o por la fuerza. 5. La consiguiente delincuencia obliga a gastos ingentes para mantener en prisión a la numerosa población reclusa y para crear organismos y personal policial y judicial apropiados, quienes usan en ocasiones sus competencias con la sola finalidad de hacerse conocidos. 6. El poder corruptor del dinero del narcotráfico alcanza a los funcionarios y a la Guardia Civil... y vuelta a empezar.

Trampa diabólica

En la medida en que no se ha conseguido el mínimo objetivo de impedir, al menos, el crecimiento del consumo y tráfico de drogas foráneas, se han alzado voces de llamada a la razón para acabar con esta diabólica trampa. Al parecer, existe un colectivo vasco, llamado Bizitzeko, que propugna la liberación de las drogas sobre la base de que pueden ser controladas mejor desde la legalidad (como ocurre con el alcohol), evitando así las muertes por sobredosis y adulteración y las epidemias de sida y hepatitis. La legalización, además, facilitaría el acceso a la droga de los enfermos, que, al calvario de su propia enfermedad, han de añadir las dificultades para el alivio del dolor derivadas de los obstáculos administrativos para su suministro y del miedo de algunos facultativos a recetarla. La legalización, por último, rebajaría el precio en un 32.000% (ha leído bien, señor lector) por la abundancia de producto natural y la facilidad de la manipulación, con las consecuencias beneficiosas de acabar con la delincuencia patrimonial, eliminar la inmensa riqueza de los indeseables narcotraficantes y hacer desaparecer los seis puntos anteriormente señalados, encadenadamente de abajo arriba.

Esta opinión está muy extendida entre los juristas españoles -catedráticos, magistrados, jueces y fiscales- que se expresaron a través del Manifiesto de Málaga, en 1989, "rotundamente en contra de cualquier intento de penalización del consumo", declarando que "no debería ser delito el tráfico de drogas entre adultos". También yo he firmado este manifiesto y compruebo hoy el vaticinio que en él se contiene de sistemático aumento de corrupción de las instituciones esenciales de las democracias. Ha comenzado la Guardia Civil... pronto continuarán las otras. ¿Hasta cuándo? Y con esta pregunta no trato de emular las catilinarias de Cicerón, porque en realidad no se trata de abusar de nuestra paciencia, sino de, no atender a los dictados de la experiencia y de la razón.

Claro está que debería de empezarse a destejer esta enredada madeja en los organismos internacionales y en las leyes de los grandes países consumidores, pero mientras tanto algo deberíamos hacer si no queremos ver a todas las instituciones de nuestra quenda democracia podridas desde el interior. Y no se diga que la liberalización aumentaría el consumo. Se ha señalado hasta la saciedad por sociólogos, psicólogos y estudiosos del comportamiento colectivo que el consumo de drogas tiene su caldo de cultivo en la ilegalidad y clandestinidad porque se fomenta así el comportamiento rebelde de los jóvenes. La legalidad sometería a un control más eficaz al propio producto, pudiendo promocionar actitudes positivas de los jóvenes fomentando su sentido de la autonomía y la responsabilidad. Y no engrosarán las estadísticas penitenciarias, ni morirán asesinados por el ánimo de lucro de la adulteración, o consumidos lentamente por el sida o la hepatitis. ¿No ha bastado la experiencia de la ley seca americana, que estuvo a punto de corromper los cimientos de aquella ejemplar democracia? Primero fueron los guardias, mañana serán los funcionarios de prisiones, los jueces, los políticos... ¿Hasta cuándo?

Miguel Bajo Fernández es catedrático de Derecho Penal

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