La bienaventuranza de la pintura
Eso que en nuestra época seguimos llamando arte, dentro de la mayor incertidumbre, seguramente abarca muchas, diferentes y contradictorias cosas, quizá demasiadas, pero si alguna vez sienten la curiosidad de más modestamente averiguar qué es pintar sin más -¡y sin menos!-; vamos: lo que se dice pintar, pintar, les recomiendo que acudan a una exposición de Albert Ràfols-Casamada (Barcelona, 1923) y miren sus cuadros.Este mismo consejo lo podría haber dado desde siempre -Ràfols-Casamada lleva exponiendo en Madrid desde hace más de 30 años; los 15 últimos, además, con merecidísimo reconocimiento crítico-, pero uno de los mayores encantos de la pintura radica en que, siendo en ella todo de lo más previsible, no hay nunca nada consabido. Y es que la pintura exige cada vez introducir los vacilantes dedos en la llaga, no por dudar de lo patente, como le ocurriera a santo Tomás, sino por el placer mismo de verificar el gozoso misterio de la encarnación.
Ràfols-Casamada
Galería Soledad Lorenzo. Orfila, 5,Madrid. Del 7 de enero al 6 de febrero de 1993.
Yo llevo haciéndolo durante unos veinte años y no me canso, quizá porque es lo primero que aprendí contemplando los cuadros de Ràfols: a amar la pintura por sí misma, esa mágica transubstanciación de la experiencia sensible en manchas pigmentadas y trazos sobre una fina y porosa tela de algodón glasé.
Pureza sensible
Haber llegado a ese estado de pureza sensible, de extrema porosidad corporal con lo que, a través de los sentidos, la realidad circundante nos aporta físicamente de belleza -esa suprema alegría de los ojos ante el tornasol, que enseguida crea efectos sinestésicos de sonido, olor y tacto, como cuando se percibe un paisaje-, requiere ante todo un prolongado esfuerzo ascético, a medias entre el empeño laborioso del oficio y la sabiduría que da vivir amando el mundo, gozándose efectivamente en él.Ráfols-Casamada ama y goza el mundo como un mediterráneo, ebrio de luz. No busca trascendentes arcanos a los que haya que consultar en la oscuridad, ni atiende a razones impalpables: la vida entre olivares y pinos, suavemente agitados por una cálida brisa que: transporta aromas salados, permite, como dijera el poeta, " "mirar por fin la calma de los dioses", el mediodía justo, el equilibrio perfecto, el silencio, la serenidad.
Puede haber, sí, muchos otros humanos saberes, pero el que emana de la pintura del mediterráneo Ràfols es puro paisaje, un paisaje cincelado por la luz que hace refulgir el tiempo confundiendo naturaleza e historia, y haciéndonos sentir como dioses, porque en este espejo el hombre se mira y se goza como tal.
Azules y grises saturados de luz, o gradualmente iluminados: lácteo, glauco, albiceleste, lavanda, violeta, cárdeno y añil; marrones que se pueden curtir como el cuero, espesar como la arcilla más roja, calcinar como el polvo dorado de la arena, engastarse en blancas piedras calcáreas y en rubicundos corales; húmedos verdes subterráneos; filtros tornasolados de yodo; vapores y nubes; cristales reverberantes; siluetas en contraluz; alboradas y crepúsculos... Juegos de luces, en efecto, pero que también huelen y resuenan, que tienen sabor y tacto.
Esta es una música natural concertada, sí, mas a la que Ràfols aporta su existencia, intencionalidad, signo o letra de verbo encarnado, blanca arquitectura. La arquitectura de Ràfols es siempre la de un pasaje luminoso, arco, ventana, dintel. Enmarca la luz, porque sabe que la luz habla también por refracción. Realmente sabe que la elocuencia de la luz es infinita: desde el tenue resplandor opalescente hasta el súbito restallido de un rayo que agrieta ruidosamente la bóveda celeste. Esta es, sin duda, la misma música y la misma letra que está en la lírica clásica que celebra la naturaleza como áurea edad, la de los versos de Virgilio, Horacio, Teócrito, Sannazaro o Tasso, pero asimismo la de los pinceles de Lorena, Corot, Bonnard y Matisse.
Con ella y no con otra se ha quedado a solas Ràfols y en él ya es solamente pintura. Nunca podremos llegar a saber hasta cuánto; si no lo vemos, no lo podemos creer; y, viéndolo, una vez más, hemos de meter el dedo en la llaga de esta herida luminosa, que alumbra gozosamente nuestra oscura existencia, nos da calor y, en fin, nos reconcilia con nuestro cuerpo, algo más que un instrumento y poco menos que un albergue divino. ¿Se le puede pedir otra cosa a la pintura? Albert Ràfols-Casamada cree que es suficiente.
Babelia
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