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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La condena

CUANDO APENAS acababan de señalar que no tenían ningún condenado por los tribunales por hechos relacionados con la corrupción política, mientras tres alcaldes del PP sufren condena por prevaricación, los socialistas ya cuentan con uno: Juan Guerra, el hermano y asistente del anterior vicepresidente del Gobierno. La sentencia, publicada sobre la marcha tras la sustracción de una copia en el propio despacho del juez, es la primera en la saga de los siete procesos judiciales en que ha sido despiezado el caso Juan Guerra. Un despiece basado en estrictas razones de procedimiento, pero que no anula, el común denominador político que les une a todos ellos: la descarada utilización por su protagonista de su condición de hermano de un poderoso gobernante para enriquecerse personalmente y montar sus negocios particulares desde el despacho oficial de este último.Nada hay que oponer a los razonamientos que han llevado al juez a imponer un pena de un año de prisión a Juan Guerra, y a uno de sus socios, por la defraudación a Hacienda de 13 millones de pesetas por parte de la sociedad Fracosur, punto de confluencia, al parecer, de sus múltiples actividades económicas. La condena, que incluye una multa de 15 millones de pesetas, podrá parecer benigna, pero se atiene a las pautas establecidas por la escasa jurisprudencia de los tribunales sobre el delito fiscal. Que se haya producido es en sí mismo relevante, y más lo sería si sirviera de precedente para acabar con la impunidad del fraude fiscal en la actividad económica.

Una condena más dura, además de chocar con la jurisprudencia de casos similares, hubiera respondido más bien a motivaciones extraprocesales que la justicia no puede tener en cuenta. De ahí la insólita pero obligada confesión del juez, dada la singularidad del caso,, de que en la condena no ha influido lo más mínimo ninguna circunstancia exterior al proceso: ni la filiación política del acusado, ni la ocupación o carácter de los familiares, ni su popularidad o impopularidad, ni la posibilidad de ser condenado en las causas pendientes. Entremezclar estas circunstancias en el proceso hubiera significado proyectar el juicio político que merece el caso Juan Guerra sobre el penal y embarullar situaciones acreedoras de tratamientos distintos. En el ámbito penal, lo importante era que la justicia llegara a pronunciarse, y lo ha hecho en contra de quienes alegremente aventuraron que no lo haría. Su veredicto, ajustado a la entidad del delito y a la cuantía defraudada, muestra que el poder judicial ha salido airoso del trance de un proceso sometido a los más diversos vaivenes y presiones exteriores.

Pero mientras el juicio penal, con las dificultades inherentes al caso, ha sido pronunciado, el político sigue pendiente o, lo que es más grave, ha quedado frustrado. El no haber asumido a su debido tiempo el coste político del caso más emblemático de tráfico de influencias de los últimos años con la disculpa de que la corrupción no existe mientras no se pronuncien los tribunales se ha revelado como el origen de la pérdida de credibilidad de las instituciones a las que acaba de referirse el presidente del Gobierno, además de como un enorme error estratégico del PSOE.

Aquellos polvos están trayendo estos Iodos, y lo más preocupante es que la falta de nervio para resolver un caso que sólo afectaba a unos pocos, por relevante que fuera la posición de alguno de ellos, haya podido generar una situación que ha terminado por afectar a todos. Y que se manifiesta en el deterioro institucional y en la crispación anormal de la vida política, también en una cierta parálisis e incapacidad y de los gobernantes para afrontar con las mejores armas la solución de los gravísimos problemas que aquejan actualmente al país. El presidente del Gobierno ha reconocido finalmente cuál es la situación. Podría ser el principio de su enderezamiento.

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