10 años después
Para mi generación (nací en 1936), España era el franquismo, el oscurantismo religioso, el seco paisaje castellano, con las viejitas de pañoleta negra, y la utopía de una restauración republicana en algún vago día que nadie veía amanecer. También era pasado y exilio. Velázquez y Goya, por cierto, pero Picasso en Francia. Cervantes y Lope, naturalmente, pero Ortega dando vueltas por el mundo y Sánchez Albornoz en Buenos Aires. Para nosotros, en un Montevideo liberal y militante de la causa aliada, era Margarita Xirgu dirigiendo nuestra Comedia Nacional y poniendo al teatro de García Lorca la fuerza insuperable de su espíritu trágico. Aquel final de Bodas de sangre nos traía la España entrañable, sacudía emociones, pero invariablemente nimbadas por la tragedia.Lo que pasó después lo sabemos. En los años sesenta, aún bajo Franco, España comenzó a crecer y modernizarse; nos daba cierta rabia reconocerlo, pero lo veíamos. Muerto el dictador, la restauración monárquica abrió un tiempo de perplejidad: ¿conquistaría su legitimidad por sí misma? El Gobierno de Suárez organizó la esperanza hasta que este decenio filipino nos cambió definitivamente las visiones. La relación de los hechos no mide ni de cerca la distancia cultural, vivencial, de aquellos años de nuestra formación con esta España actual. Basta pensar en las ceremonias de los Juegos Olímpicos de Barcelona, con el alarde de los mejores cantantes líricos del mundo oriundos de nuestra lengua, o las imágenes de la Expo de Sevilla, trasladadas a toda América por la televisión, para percibir el salto histórico. Algo así como volar en un Concorde desde la Edad Media a los tiempos contemporáneos. El túnel del tiempo, la transfiguración de los paradigmas. De la tragedia a la risa, del estigma al modelo a seguir.
Aquello que era folclorismo entrañable, pero no más que folclorismo, pasaba a ser el símbolo de la modernidad. Para quienes, por los setenta, habíamos caído bajo dictaduras, que éramos los más, encontrábamos la mano amiga y además la fuente inspiradora para una transición institucional sabia. Hasta las series televisivas españolas sustituían la pasión por el clásico cine francés o el inimitable realismo italiano.Las bibliografías, invariablemente afrancesadas en el sur de América Latina o norteamericanizadas en el norte, se poblaban de autores españoles. La España mojigata, que tanto nos molestaba, cedía paso a una desenfadada, algo escandalosa, a veces pasada de la raya, pero liberada y simpática...
En estos días se han hecho balances de la década. Y los españoles, los pies en la tierra, miden sus realidades actuales con sus expectativas actuales. Como es natural, los sueños de los tiempos de la transición no pueden resistir el contraste con la realidad. Porque ningún sueño la resiste. Nunca Sancho podrá brillar junto al caballero de La Mancha. La incorporación a la Comunidad Europea, en 1985, y el referéndum para permanecer en la OTAN, en 1986, fueron las columnas de la incorporación de España a Europa y al mundo desarrollado. Los umbrales por los que Cenicienta entró en palacio luego de tantos años -acaso siglos- de estar afuera. Naturalmente, no bastaba con entrar, había que tener modales, acreditar seriedad, y esto vino. Pero aquellos dos momentos fueron decisivos para España, y también para enraizar el liderazgo de Felipe González. Para que él trascendiera el marco socialista y alcanzara dimensión nacional. Para que rebasara la frontera española y el mundo comprobara que un político español también podía ser figura universal.
No se trata de un simple tema de orgullo. No es la vanidad de entrar en el banquete de los ricos. Es la demostración de capacidad de un pueblo para transformarse. ¿Cuánto valía dejar atrás para siempre el fantasma de la guerra civil, mantenido vivo por las especulaciones sobre el posfranquismo? ¿Cuánto valía la incorporación no sólo al mercado europeo, sino a sus prácticas, hábitos, exigencias de calidad?
En aquel año 1982 en que comenzó la década de Felipe
González, la economía española estaba en crisis. Hoy también se dice, y no es verdad. Lo que está en crisis es Europa, el mundo industrializado occidental. Pero no España. Su economía ya no arroja el 71% del ingreso promedio europeo, sino el 76%. Las distancias se han acortado sustancialmente. La tasa de escolarización es una de las más aItas de Europa (74% de la población entre 5 y 24 años). El gasto social ha crecido dos puntos del producto, cuando ha bajado en Alemania. Es verdad que hay más desocupación, pero también más empleos. La reconversión industrial ha sido dura, pero dio sus resultados. Las Fuerzas Armadas han sacudido definitivamente sus viejos este reotipos y ya no son aquella amenaza latente. Es verdad que ETA no ha desaparecido, pero hace 10 años todos creíamos que sería endémica, y hoy vislumbramos cerca un final.
España ha pagado un precio por estos avances. Algunos saludables e imprescindibles, como que el socialismo se despojara de sus viejos ideologismos. Otros indeseables, como el nuevorriquismo de su sociedad, que vemos chocante quienes llegamos desde lejos y cada tanto pasamos por Madrid o Barcelona, condoliéndose de ese aspamento que, paradojalmente, no se detiene en los nuevos ricos, sino que se desborda sobre una clase media sin esa tradición republicana que le da solidez en Francia o en algunos de nuestros países latinoamericanos. La pregunta ahora es: esta sociedad próspera, ufana de sí misma, pero ya ahora ganada para el consumismo, ¿podrá afrontar los nuevos desafíos?
Ahora vienen, con Felipe o sin Felipe, con socialismo o sin socialismo, por lo menos dos o tres años duros. La recesión mundial no se supera fácilmente, y la debilidad de las monedas, tampoco. ¿Hay cáscara para resistir o estos años de crecimiento y estimulante orgullo han ablandado los hábitos para siempre? La competitividad industrial española también se va a poner a prueba, porque el mejor salario y los mayores gastos sociales ya no le dan la ventaja que tuvo inicialmente la España pobre. ¿Habrá humor para aceptarlo o la población empezará a arrojar culpas políticas creyendo que esto es defecto del Gobierno y no imposición de la realidad?
Los desafíos son ineludibles. Serán con Felipe o sin Felipe. Después de haber acreditado condiciones tan singulares para liderar este proceso, ¿quién ofrecería un mejor liderazgo? Sólo un muy ciego partidarismo podría negarle hoy cierta ventaja comparativa. Pero sé, como viejo político, que nadie apreciará el acto de sacrificio que es asumir la responsabilidad de administrar la crisis después de haber conducido la prosperidad. Su voluntad de seguir será entendida como acto de ambición por los adversarios, de lealtad partidaria por los correligionarios, y quizá de responsabilidad por los partidarios independientes. Pero difícilmente alguien reconocerá el desprendimiento personal que supone. Porque salir vivo de una década de gobierno es casi un milagro. Y arriesgar una etapa como la que viene es lo más parecido a una temeridad, si miramos las cosas en términos políticos personales.
Es curioso cómo los latino-americanos nos hemos ido lentamente envolviendo en los temas de España. Ya los sentimos como nuestros. Opinamos de todo, a veces con justicia, seguramente con error en ocasiones. Pero los temas los vivimos desde la perspectiva de una España de nuevo asumida, incorporada a la propia piel. Por eso no entendemos a veces el malhumor de la opinión pública o la acidez de ciertas críticas. Disculpamos a los jóvenes: no conocieron la otra España, aunque les cuentes cómo era, y hoy se miran en el espejo de Francia y Alemania. Pero los de más de 40, que son los más, poseen otras referencias. Como nosotros, desde allá del Atlántico, las tenemos. Y nos hace la diferencia entre tener Madre Patria o ser hijo huérfano. Que no es poca cosa, en la vida de los pueblos como de la gente.
, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.
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