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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Franco

DE TANTO verlas, ya no nos damos cuenta de que en muchas monedas de curso legal sigue presente su rostro y la leyenda que lo proclama "caudillo por la gracia de Dios". ¿Qué pensará un niño o un adolescente español de 1992 que pueda significar esa inscripción -jaculatoria que relaciona al severo personaje con Viriato, por una parte, y con los emperadores medievales, por otra?-No resulta fácil explicar las razones por las que ese general hizo creer a muchos, y hasta llegó a creerse él mismo, lo que las monedas aún pregonan.El hombre de cuyo nacimiento mañana se cumplirá un siglo fue reverenciado y odiado como ningún otro español contemporáneo lo fuera nunca. En eso consiste su excepcionalidad. Por lo demás, Francisco Franco fue un general golpista. Puede que fuera otras cosas, pero fue eso ante todo. Fue también un dictador que consagró la segunda mitad de su vida a un solo designio: perpetuarse en el poder como fuera. Podrá discutirse sobre si eso fue bueno o malo, y para quién, pero no negarse que, si hubo otras, esa obsesión por mantenerse en el poder fue la dominante desde el fin de la guerra y la decisiva en la trayectoria del régimen por él fundado.

Al revisionismo sobre su significación histórica puede concedérsele la hipótesis de que tal vez la victoria del otro bando tampoco hubiera desembocado en una democracia liberal. Es posible. Pero carece de fundamento la pretensión de que la desembocadura de su régimen en la actual monarquía parlamentaria legitime retrospectivamente aquél. Si fuera cierto que Franco se limitó a intervenir ante una situación de emergencia, pero que su intención era preparar al país para un futuro normalizado en el marco de una Europa próspera, habría intentado promover la reconciliación entre los españoles. No lo hizo en 40 años, pese a que tuvo varias ocasiones para ello y sin otro riesgo que el de tener que someterse al veredicto de las urnas o abandonar su poder omnímodo.

Pudo hacerlo tras su victoria, en 1939, o en 1945, después del triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, lo que no sólo habría ahorrado muchos sufrimientos a sus compatriotas, sino seguramente adelantado el reencuentro de España con la modernidad europea. En lugar de eso, prolongó los rasgos esenciales de un régimen fundado sobre la guerra civil, cuyos métodos, de extremada crueldad, aplicó, como gustaba decir, sin que le "temblase el pulso": 23.000 republicanos fusilados (30.000, según otras fuentes); 270.000 encarcelados; medio millón de exiliados, de los que 150.000 no regresarían nunca. La exclusión de los derrotados, la discriminación de los desafectos a la hora de ocupar cargos en la Administración e incluso en las empresas -en los periódicos, sin ir más lejos- se prolongó durante decenios; en algunos aspectos, hasta su muerte.

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La otra falacia alentada al calor del centenario es la de la continuidad entre aquel régimen y el actual. Su versión más necia dice' que, en el fondo, franquismo y felipismo son la misma cosa: dos manifestaciones de la tradicional mentalidad autoritaria que sólo se diferenciarían en la forma de acceso al poder. Pero los rasgos compartidos que aducen como prueba -desprecio a la opinión pública, resistencia a las destituciones y remodelaciones ministeriales, inquina hacia la prensa- podrían predicarse, en uno u otro momento, en uno u otro grado, de, casi cualquier régimen. Y si a lo que se refiere es a características sociológicas, como, en particular, las relaciones entre gobernantes y gobernados, o entre los ciudadanos y el Estado, esa continuidad existe, pero no sólo respecto al franquismo, sino a todos los sistemas políticos habidos en la España contemporánea. En resumen, esa analogía suscitada por la caverna no deja de ser una estupidez basada en la manipulación histórica.

Por otra parte, cualesquiera que sean las imperfecciones del sistema actual, la existencia de un régimen de opinión pública, junto con él de libertad de partidos, supone una garantía de pluralismo inconcebible en el franquismo, y la prueba es lo poco que duró en cuanto desapareció la censura y los partidos fueron legalizados. Desde ese pluralismo, y en ejercicio de la libertad de opinión, EL PAÍS publica hoy un suplemento dedicado al general nacido hace 100 años. Algo que no hubiera sido posible en vida del dictador.

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