Compasión con los poIíticos
Quizá haya llegado la hora de decir definitivamente adiós a la costumbre de denostar a los políticos. Hace ya bastante tiempo que esas recriminaciones abandonaron su ámbito originano, los discursos de la oposición, para convertirse en topos de la refunfuñona mayoría. Desde entonces, circula como pasatiempo por todos los media. Como pasa siempre cuando ya no queda más que desenmascarar, el destape se convierte en una rutina industrial. La única utilidad que tiene es aumentar las tiradas o los índices de audiencia. Pero incluso esa utilidad marginal decrece rápidamente, la diversión se convierte en tedio, la indignación se devora a sí misma y el consenso en el desprecio se contenta con encogerse de hombros.Vistas las investigaciones de campo de laboriosos sociólogos, los descubrimientos de la fiscalía y las pesquisas de reporteros tenaces, no cabe duda alguna de la certeza de los reproches. Eso que, con una expresión más curiosa que certera, se denomina la clase política no proporciona una visión precisamente agradable. No sólo en Alemania, sino en el mundo entero, se le atribuye, en graduaciones diversas, pero con deprimente unanimidad, prevalencia de la medianía, incapacidad de juicio, pensar a corto plazo, ignorancia de concepción, aferramiento al poder, avidez, mentalidad de autoabastecimiento, corrupción y arrogancia.
Desde el politólogo que distingue con precisión maniaca hasta el atropellado Savonarola de taberna, dificilmente habrá uno que cuestione la veracidad del diagnóstico. Lo único que resulta algo fastidioso es la estrechez con la que se le calcula al usufructuario del puesto el montaje que supone. La miseria de las sumas de las que se trata, por lo menos en Alemania, lo dice ya todo. Como se sabe, las mansiones privadas de los políticos alemanes revelan una similitud fatal con Wandlitz [N. del T.: el barrio donde tenían sus casas los dirigentes de la antigua RDA]; son el equivalente occidental de aquel averno pequeño-burgués que a los dirigentes de la RDA les pareció la consumación de su sueño vital. Por lo demás, el sacarle todo el jugo a las dietas y la evasión de impuestos son una especie de entretenido deporte popular en todas las sociedades occidentales, y' por lo que respecta al sueldo del personal político, no resiste comparación alguna con el de los mónagers de las revi-stas, los cuales consideran su fa.riseísmo como una legítima fuente de ingresos.
No, los reproches que, en jerga gansteril, hablan, por su parte, de llevarse la nata, fórrarse o llevárselo calentito dicen más, posiblemente, de los i.nculpadores que de los inculpados. Revelan una envidia secreta al afortunado gorroneador y una relación distorsionada con la realidad económica. Pues, mientras se trate de facturas de gasolina manipuladas y de alegres vacaciones gratuitas, se está debatiendo sobre cuestiones de estilo, y, en este aspecto, la elección entre los reprochantes contendientes resulta muy dificil. Kohl no es Mobutu y Baden-Wurtemberg está aún muy lejos de una situación a la italiana. El bolsillo privado de los políticos es, mientras todo lo que desaparezca por él sean cantidades irrisorias, un terreno de investigación más bien yermo comparado con el habitual Potlatsch general del despilfarro organizado a favor de lobistas y partidos. La destrucción de capital que se testimonia en el reintegro de gastos de campañas electorales, las subvenciones, los costes dellas fundaciones de los partidos políticos, fondos especiales y avales, grava que contabilidad diez mil veces más que todas las rentas y pensiones que puedan concederse nuestros políticos. La indignación moral ordinaria oscurece, más que aclara, los verdaderos problemas. No se entiende, por ejemplo, por qué los políticos habrían de ser más zotes que el resto de los mortales. Sin embargo, se ha puesto, una y otra vez, de manifiesto que ni las señales más inequívocas ni las derrotas electorales más graves bastan para aleccionar al personal político. Tras el fracaso de la votación sobre Europa de los daneses, el reflejo unánime de todos los cuadros fue éste: ¡ahora, doble! ¡A cerrar los ojos y a pasar por la pared! Tras los excesos policiales en la denominada cumbre económica de Múnich, la brutalidad fue declarada virtud de Estado. Los ejemplos pueden multiplicarse a voluntad. Idénticamente dura de oído se mostró la Administración norteamericana a la vista de los amotinamientos de Los Ángeles, el Estado de partido único japonés a la vista de la corrupción y el circo de partidos romano a la vista de la capitulación del Estado frente al déficit, la Mafia y la criminalidad gubernamental. Ahora bien, es improbable, aunque sólo sea por razones estadísticas, que un sector de población X, en este caso la clase política, esté aquejado, en cierto sentido por naturaleza, por defectos de los que está libre el resto de la población. Las cualidades genéticas siguen la curva de distribución de Gauss. Eso explica por qué los gigantes o los enanos son más infrecuentes que las personas de tamaño normal. Algo parecido ocurre con la inteligencia. Más capacidad esclarecedo ra nos prometen las explicaciones sociológicas. ¿De qué manera y con qué fin se hace uno político? Una ojeada a la carrera del personal de Bonn, París o Madrid muestra que los políticos profesionales son, por lo regular, personas sin oficio. Ya en la adolescencia pasan sus días en una. organización escolar o universitaria. Sólo quien desatiende sus estudios universitarios, por tanto, quien aprende lo menos posible, llega a con vertirse en portavoz, en delegado, en presidente. Es una escuela muy dura, en la que se trata, sobre todo ' de adiestrarse en el procedimiento del codazo. Tan pronto como se haya resuelto el recorrido por las delegaciones locales o regionales, y se haya dado el salto a la agrupación nacional, sobra ya la búsqueda de un oficio que dé de comer.La comparación con patrones de otras carreras es asimismo muy aleccionadora. Si se echa un vistazo a las plantas de dirección de los bancos y de la industria, en las que en los últimos 10 años se ha consumado un considerable cambio generacional, nos encontraremos con personas a las que no les falta ni ambición ni conciencia de poder. Sin embargo, en ese tipo de posiciones no es, manifiestamente, posible imponerse sin conocimientos técnicos especializados, sin conocimiento del mundo, sin capacidad de percepción y decisión, sin pensar a largo plazo. Por lo que se oye, incluso hasta criterios morales parecen jugar, aquí o allí, un cierto papel. Da que pensar el que esas personas se expresen, cuando están entre sí, con una infravaloración apenas disimulada de los políticos; no sólo porque consideran a los políticos profesionales como unos ignorantes, sino también porque les resulta insufrible el girar vacío del negocio. Ellos nunca se contentarían con el limitado campo de maniobra que impone el ser de los partidos. La construcción de una obra de montaje, el desarrollo de un nuevo avión, incluso hasta el saneamiento de una firma de transportes de tamaño mediano suponen tiempos de desarrollo con los que un político, que tiene un horizonte temporal que no sobrepasa un periodo electoral, sólo puede soñar.
Pero, aunque reclutamiento y carrera puedan hacer comprensibles ciertas desviaciones de la norma estadística, esos mecanismos de selección no lo explican, sin embargo, todo. Pues, al fin y al cabo, todo oficio lleva consigo ciertas deformáciones, sin que las consecuencias sean, en el caso del cerrajero, del empresario funerario o del veterinario, tan intranquilizadoras. Va siendo, por tanto, hora de hablar de la miseria de los políticos, en lugar de dedicarse a insultarlos. Esa miseria es de -naturaleza existencial. Por expresarla con un
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Compasión con los políticos
Viene de la página anteriorcierto pathos: la entrada en la política supone el adiós a la vida, el beso de la muerte.
Lo primero que llama la atención en la existencia de estos estigmatizados es el increíble aburrimiento al que se someten. La política como oficio es el reino del retorno de lo mismo, de la repetición inmisericorde. Quien haya tenido en alguna ocasión el infortunio de participar en una de sus reuniones sabe la paralización que se apodera incluso del mejor dispuesto cuando se ve obligado a oír las enrevesadas explicaciones, aclaraciones y reservas, carentes de todo tipo de sorpresa, que se presentan en tales ocasiones. Ahora bien, la actividad primordial de un político consiste, sin duda alguna, en participar en tales sesiones. Un político profesional emplea años, posiblemente decenios, de su vida en reuniones.
En segundo lugar, basta echar un vistazo a la oficina o incluso al buzón de un diputado para medir en qué emplea la mayor parte del tiempo restante: en la lectura de una riada inacabable de documentos, actas, comunicaciones, textos previos, propuestas, dossiers, resoluciones, encuestas, planes presupuestarios, programas, proyectos de ley, papeles de posición... Sólo quien conoce bien la prosa execrable en la que están redactados tales escritos , sabe lo que eso significa. Ya solamente por la masa de ese material sé excluye cualquier otra lectura, con la excepción del Bild Zeitung, periódico que se presta por su escaso texto. Razonablemente, el político hace que otros lean por él, con lo que, por lo menos, se entera de lo que se publica sobre él.
Pero esa fórma indirecta de lectura agrava el problema en lugar de solucionarlo. El jefe se entera sólo de aquello que el filtro que está para protegerlo deja pasar. Cuanto más alto suba, más se irá rodeando de colaboradores cada vez más fiables que le protegerán, de forma cada vez más fiable, de las informaciones desagradables. Por tanto, es muy natural que, castigue al emisario que traiga malas noticias, y es muy natural que éste le ahorre lo que no le gusta oír.
En tercer lugar, no es ya sólo que se le escape mucho, es que tampoco le está permitido decir nada. Como mucho, puede decir, en un círculo muy íntimo, lo que piensa; cuando piensa. Pero, por otra parte, tampoco puede callarse. Más bien se le exige que hable permanentemente. La vacuidad de esa locuacidad no es, en tales condiciones, una deficiencia, sino una cualidad. Ni siquiera el más adiestrado es capaz de producir ese torrente de palabras únicaínente con sus propias fuerzas. Hay especialistas que se ocupan de que ese flujo no se corte. Al orador le corresponde la tarea de repasar cuidadosamente el manuscrito y cfuitar todo aquello que pueda llegar a ser interpretado como una idea propia. Caso de que se le escape un giro que dé ocasión a esa sospecha, le viene de inmediato el castigo. El clamor de la opinión pública le quitará el sueño y los propios colegas le tratarán como a un apestado.
La disciplina que se necesita para evitar ese riesgo merecería una causa mejor. No puede asombrar que, bajo tales imposiciones, el orador permanente pierda, tras un cierto tiempo, la capacidad de expresarse con normalidad. La pérdida del lenguaje es una de las muchas mermas que conlleva el oficio. .
En cuarto lugar, el tener que hacer publicidad constante del propio yo es quizá el trago más despiadado al que se puede someter a una persona. Forma parte de las obligaciones profesionales del político ponerse los gorros más ridículos, desde sombreritos del Tirol hasta piezas indias; el acariciar a ninos y elefantes; el colocar la espita a las barricas de cerveza; el participar en los carnavales más insípidos y en los talk-show más odiosos. Ninguna mujer de la limpieza se dejaría humillar de esa manera.
Pero las humillaciones continuas no sólo le, vienen al político profesional del exterior. También entre sus congéneres se ve sometido a humillaciones que no puede evitar. Uno se pregunta que qué es lo que le capacita para soportar los rituales del orden jerárquico del gallinero, el penetrante olor a grupo que lo penetra todo, la tan justamente llamada coerción de fracción; en una palabra, los gestos de sumisión que el medio le exige.
En quinto lugar, al político profesional se le impone otra penitencia: la pérdida total de la soberanía sobre su tiempo. La única percepción que le sigue estando permitida cuando está despierto es cumplir con sus citas. Su calendario está parcelado, total y minuciosamente, para los meses, si no para los años, siguientes. No hay una hoja vacía. Incluso las vacaciones son mera ficción; están llenas de entrevistas, contactos, actos. El pequeño o el gran jefe están sometidos a la coerción de moverse permanentemente; tiene que rotar, como una peonza, hasta que literalmente se caiga. No existe un solo sindicato que no respondiese a todo ese tipo de exigencias con una huelga general inmediata.
Es posible seguir enumerando las contrariedades que tienen que soportar los políticos, pero la rentabilidad explicativa sería cada vez más pequeña. Pues por ese procedimiento no es posible llegar al punto de vista decisivo, a aquello que constituye la razón más honda de su miseria; a saber, su total aislamiento social. Estamos ante una situación paradójica, ya que se trata de personas a las que no les está permitido estar solas. Ya sólo la privación de ese derecho básico tiene que conducir, por sí sola, a daños psíquicos graves. Pero si, encima, se fuerza a una persona a mantenerse permanentemente en medio de wia masa y, al mismo tiempo, se la aparta de toda comunicación normal, desembocará necesariamente en un dilema sin salida.
Hay una forma científica de tortura que se describe como de privacion sensorial. En ella se priva al sujeto de experimentación, por ejemplo, mediante la reclusión en un tanque de agua, de toda percepción sensorial; la cámara en la que se le encierra es insonora, inodora y oscura; el tacto queda anulado por el entorno líquido. La analogía social de ese experimento sería el peculiar encapsulamiento que padece el político profesional. Cuanto más sube, más radicalmente se interrumpen sus contactos sociales. Lo que ocurre 'Tuera, en el país" le resulta prácticamente desconocido. No tiene idea alguna de lo que cuesta medio kilo de azúcar o una caña de cerveza, cómo se prorroga un pasaporte o se sella un billete de metro.
Como modelo de esa desnaturalización forzosa puede servir la visita de Estado. Tras un largo viaje en su avión privado, el jefe, acompañado siempre por la misma cohorte de consejeros, se dirige, atravesando a toda prisa las calles vacías de la ciudad, de la que todo cuanto ve es la escolta policial, hacia el palacio presidencial, que constituye una copia de todos los demás palacios presidenciales. A continuación tiene que oír discursos, hablar, comer, hablar, oír discursos, comer, oír discursos. Al día siguiente le devuelven al aeropuerto sin que haya adquirido la más mínima impresión de la región que ha visitado.
EI relativamente cándido ejemplo no es capaz de dar más que una muy ligera idea del aislamiento del político. Ese aislamiento es el que fundamenta su típico enajenamiento de la realidad y el que explica por, qué él es normalmente, y con total independencia de sus capacidades intelectuales, el último que se percata de qué es lo que está pasando en la sociedad. También los privilegios, aspecto que la gente no se cansa de reprocharles, contribuyen precisamente a agudizar la miseria de su situación. Característico de ella es el ominoso símbolo de su status, los guardaespaldas. Se ve fácilmente que esa figura no sólo protege al político del mundo, sino, mucho más, al mundo del político, y pone a éste fuera de la posibilidad de perforar la membrana que, le separa del entorno. El funcionario de seguridad es, al mismo tiempo, su carcelero.
Cierto; una situación de ese tipo no es única. Tenemos a mano algunas analogías. En cierta forma, la vida de un político se asemeja a la de su más peligroso enemigo. También los terroristas llevan, por los condi,cionamientos propios de la conspiración, una existencia al margen de la vida social; también ellos disponen solamente de un lenguaje fuertemente deformado.
Sin embargo, resulta mucho más productiva la comparación con un medio menos exótico, el de las instituciones totales. Se denomina así, sobre todo, a residencias de ancianos, asilos, hospitales, prisiones y clínicas psiquiátricas. Muchos de los motivos que marcan la existencia de un político profesional se dan también en ese tipo de instituciones: los recluidos no pueden disponer de su propio tiempo; citas y rutinas están prefijadas; no existe esfera privada; los encerrados están siempre aislados, pero nunca solos; las humillaciones rituales están a la orden del día; la pérdida de realidad, condicionada por el sistema, aumenta con la duración de la estancia.
Tras años de estancia se exteriorizan deterioros que se resumen, clínicamente, en la descripción hospitalismo. Los síntomas más frecuentes son pobreza de contactos, apatía, trastornos de pensamiento, habla y potencia, lagrimeo, intranquilidad y agresividad. Ocasionalmente pueden producirse también enajenaciones y alucinaciones. Los pacientes sufren casi siempre estados de miedo. De todas formas, ese miedo tiene, habitualmente, causas totalmente reales.
El político, como el internado en un sanatorio, está constantemente controlado. La mirilla de la puerta o el panóptico de la cárcel clásica ha sido sustituida, en su caso, por el ojo de la cámara, y el lugar del vigilante lo ocupan los periodistas y los fiscales. Dado que también el político personalmente íntegro está obligado a moverse en las penumbras de la financiación del partido, en la maraña de las subvenciones y de la exportación de armas y en el lodazal de los servicios secretos, el miedo es un acompañante permanente.
El síntoma más importante de ese hospitalismo es, no obstante, la depresión. La mayor parte de las veces se presenta de forma larvada porque al político profesional no le está permitido mostrarla. Sólo les está consentido su reverso, las manías. El ansia de notoriedad, que se manifiesta en actos que se anuncian, evidentemente por su trivialidad, como cumbres; las fantasías de grandeza infantiles del personal político, su vanidad ingenua, su adicción al despilfarro; se yerra si se cree que todo eso tiene algo que ver con goce o con alegría. Tal sospecha sería absurda. El impotente carrusel trashumante que representan los políticos tiene como función sólo la compensación. La transición de la fase depresiva a la maniaca se describe en la bibliografia especializada de la forma siguiente: "La situación anímica enferma colorea tanto todas las vivencias y comportamientos de los pacientes que llegan a pensar que se encuentran en su mejor condición anímica. Falta de perspicacia y una exagerada capacidad para la actividad conducen a un estado explosivo ( ... ). Los pacientes pueden, por ejemplo, llegar a convencerse de su poder y genialidad personal, o pueden, en fases, adquirir una identidad suntuosa".
¿Cómo podría entender un paciente que intenta arreglar de esa manera una inconsolable situación anímica que se le reproche encima su accionismo desesperado?
El que recomienda ponerse -aunque sólo sea a modo de prueba-'en la situación de un político profesional debe prepararse a recibir dos objeciones, tan evidentes que se aconseja afrontarlas. Por un lado, se objetará que el placer del poder es lo que compensa al político profesional de todas las contrariedades a las que está expuesto. Pues -continuará la objeción- el poder es, para ciertas personas, un afrodisiaco irreprimible. Puede que esa afirmación sea, en sentido histórico, cierta. Los monarcas absolutos y los dictadores se aproximaron, una y otra vez, a la realización del sueño del lactante que lelleva a pensar que el mundo no opone resistencia alguna a la voluntad individual.Pero cuesta trabajo comprender cómo alguien instalado en las oficinas de Bonn, Washington o Tokio pueda sucumbir a tal delirio de poder. Pues cada uno de esos jefes se asemeja a un Gulliver atado con mil hilos. En el entramado de intereses de los partidos, de los lobbies, de las burocracias, sólo cabe moverse milímetro a milímetro. Quien"porta el título de comandante supremo de las Fuerzas Armadas tiene que contar con que el envío de un avión desarmado le reporte un recurso de anticonstitucionalidad. La cuestión de si un paciente de la Seguridad Social tiene que pagar tres o cinco marcos diarios por una caja de pastillas desencadena, dentro de los aparatos, gigantomaquias que duran meses y meses. El eliminar una ventaja fiscal puede conseguirse sólo con la aplicaciónde trucos diabólicos.
Toda persona verdaderamente ansiosa de poder se las piraría de inmediato a la vista de ese bloqueo. Como apoderado de un mayorista de aceros tendría más que decir. También de esa forma se venga de los políticos la realidad perdida. Como último argumento de la acusación podría presentarse la objeción de que sólo ellos son los culpables de su propia situación. Al fin y al cabo, ellos fueron quienes se decidieron libremente por su oficio, el cual supone, al mismo tiempo, la negación de un oficio. Eso es, sin ninguna duda, verdad.
Pero ¿no sería tramado insistir en ello? Ese juicio que se goza del daño ajeno no tiene en cuenta que la carrera política funciona como una nasa. Tan fácil como resulta entrar en ella, tan escasa es la posibilidad de escaparse de ella. Al que se haya dejado atrapar tiene que parecerle como si sólo tuviera una salida: el camino hacia arriba. En caso de que, poniendo en juego todas sus fuerzas, recorra con éxito ese trecho, constatará un día que había sucumbido a una ilusión; pues la subida no le ha librado de su situación, la ha radicalizado. Cosa que se le revela sólo cuando ya no tiene remedio.
Un destino aún más triste amenaza, posiblemente, al político destituido. En el mejor caso acaba como parado muy bien pagado en el décimo piso de un rascacielos de Bruselas, o se le asciende, sin que hubiese mostrado nunca el más mínimo interés por roturas de cañerías o por baños públicos de vapor, a presidente del Consorcio de Aguas de la ciudad. ¿Quién estaría dispuesto por sí mismo a dar trabajo a gente que no ha aprendido nada concreto? De esa forma, la perspectiva de una pensión decente es el único consuelo para muchos que han fracasado en su asalto yua los puentes de mando de la ciudad.
Con seguridad, la mayoría de nosotros cree que sería un lujo exagerado mostrar compasión con personas que se describen, sin ponerse rojos de vergüenza, como líderes políticos. Pero como todos los grupos marginales, como los alcohólicos, los jugadores, los skinheads, también ellos merecen esa compasión analítica que es necesaria para comprender su miseria.
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