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Moderno aquí y ahora

En su Horacio en España (Madrid, 1885, 2ª edición) da Menéndez Pelayo una lista de los traductores españoles del poeta latino en la que hay 165 nombres, y muchos de ellos ilustres en la poesía española. Bien es verdad que la nómina de los que habían traducido todas las odas al castellano abarca tan sólo una docena. Pero aún así resulta lesionante la larga y extensa huella de Horacio en nuestra tradición literaria, como el fervoroso y erudito estudio que don Marcelíno Menéndez Pelayo documenta.Hoy se podría, pienso, duplicar casi es e índice de nombres al considerar los traductores y poetas que se han ocupado de Horacio en el siglo y pico transcurrido desde entonces. Pero es muy dudoso que pudiéramos encontrar un poema en honor del vate latino tan entusiasta como el que nuestro polígrafo montañés le dedicó al comienza de su libro.

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Esa Epístola a Horacio ("Yo guardo con amor un libro viejo/ de mal papel y tipos revesados,/ vestido de rugoso pergamino...") es un excelente poema, pese a su lastre neoclásico, del joven Menéndez Pelayo, escritor que, dicho sea de paso, convendría reivindicar no sólo como pensador y crítico, sino como sensible y cuidado poeta, muy horaciano. El libro de Menéndez Pelayo cuenta también con un fino prólogo de Juan Valera, quien no compartía todo el fervor del estudioso por el poeta italiano. Valera encuentra a Horacio falto de pasión y entusiasmo aunque elegante, sincero y de claro estilo.Preferencia

El desapasionado juicio de Valera explica bien la preferencia que muchos lectores modernos sienten por otros poetas latinos -el delicado Virgilio, el vehemente Catulo e incluso el apasionado Propercio- sobre el moderado, hedonista y un tanto cínico Horacio. El erotismo y la melancolía, la angustia existencial y el goce del instante fugaz encuentran expresión muy matizada en este sutil epicúreo, oportuno panegirista de Augusto y amigo de Mecenas, tan poco romántico y tan poco exaltado sentimentalmente, tan irónimo en las sátiras en sus suaves devaneos amorosos.

Eso es verdad. Horacio rehúye el patetismo y los tonos excesivos. Pero justamente en eso es moderno, más allá de modas y escuelas e ideologías. Lo apreciaba Voltaire ("Voluptuoso Horacio que, fácil en tus versos y alegre en tus discursos, cantaste el ocio dulce, el vino y el amor") como buen neoclásico, no menos que nuestro Leandro Fernández de Moratín.

El XVIII fue un siglo horaciano. Pero, sin duda, Fray Luis de León ha sido nuestro mejor traductor de sus poemas de la vida retirada, y hay, en mi opinión, una veta horaciana en algunos de nuestros más sensibles poetas (como el último J. Guillén o. Claudio Rodríguez, aunque no sé si por influencia directa o por afinidad de carácter). Ese gusto por el poema perfecto, por la palabra precisa, por la alusión discreta, por la musicalidad y la sensualidad, entroncan al poeta del Carpe diem, tan helenístico, con la modernidad. Ese sentido del pasar del tiempo, tan clásicamente horaciano, es una nota esencial también de la última poesía.

Entre las versiones castellanas de este siglo me gustaría recordar las realizadas por Miguel Romero Martínez (Nueva interpretación lírica de las odas de Horacio, Sevilla, Agrupación editora de Amigos de Horacio, 1950) y de Manuel Fernández Galiano, Odas y epodos (Madrid, Cátedra, 1990) ambas en verso y bilingües, y las de L. A. de Cuenca, en Antología de la poesía latina (Madrid, Alianza, 1981), y V. Cristóbal, en Horacio. Epodos y odas (M., Alianza, 1985), en muy cuidada prosa. La. más reciente traducción de las Sátiras es la de J. Guillén en La sátira latina (M., Akal, 1991). Pero existen, sin duda, otras versiones memorables y próximas.

Horacio no es, por sus mismas características, un poeta que suscite en rápida lectura una adhesión inmediata. No es tanto un escritor para jóvenes, como un autor que requiere ser leído con una cierta lentitud, degustando sus versos. Se le aprecia mejor con los años, como al buen vino. La madurez lo distingue.

Es, como todo gran poeta, una voz inconfundible, de acento personal, incluso cuando toca ciertos tópicos poéticos, como el elogio de la vida retirada, la amistad, y el coloreado pasar de las estaciones. Por eso, cuando se cumplen los dos mil años de su muerte, Horacio conserva una sorprendente frescura.

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