Un mundo feliz
Nada más entrar en la sala donde se anuncia la muestra, el visitante se topa con unos banquitos dispuestos frente a una pared donde se proyecta una película. Es un corto de 1961, de Carlos Vilardebó, en el que quedó registrada la última sesión completa del célebre Circo en miniatura que Calder comenzó a construir hacia 1926 y al que dotó de trapecistas, saltimbanquis, tragasables, fieras y todo lo que debía tener un circo de verdad. Con ese circo, que sólo él sabía manipular y animar en ocasionales sesiones privadas, Calder deleitaría a numerosos personajes del mundo del arte y de la cultura en Estados Unidos, en París e incluso en España. A este respecto, un panel en esa misma sala nos habla de una visión extravagante: corría el año 1933, y no sólo García Lorca, sino también el honorable don Fernando de los, Ríos, y hasta Ortega y Gasset, Petronio de nuestra filosofía, aparecían poco dignamente tirados por los suelos, atentos a la representación circense que aquel americano les ofrecía durante su visita a la Residencia de Estudiantes.
Alexander Calder
El universo de Calder. instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM). Guíllem de Castro, 118. Valencia. Hasta el 15 de noviembre.
Efectos sonoros
Por desgracia, ese circo milagroso se ha quedado en el Whitney Museum, donde reposa inerte tras la muerte de su maestro de ceremonias. Pero la imagen de Calder jugando con sus piezas como un niño grande, mientras su esposa, con un tocadiscos, le acompaña con los correspondientes efectos sonoros, acaba por resultar determinante. Y el resto de la exposición, con sus esculturas en madera o alambre, con sus famosos móviles y stabiles, sus alegres dibujos y gouaches, sus joyas de latón (casi todo ello procedente del Whitney), tenderá a revelarse también como el producto de un hombre que se proclama inasequible a las pasiones tristes y desprovisto de cualquier ánimo agresivo: un artista cuya larga trayectoria parece haber discurrido, en una época señalada por las mayores catástrofes historicas jamás conocidas, en medio de la más perfecta ausencia de sombras y tensiones, en un equilibrio espontáneo, entre constructivista y surrealista, que raya casi en lo inverosímil.Y sin embargo, es verdad: hoy, Calder se nos presenta como caso extremo de artista apacible. Hasta su amigo Miró, ejemplo eminente del creador como niño, se permitió travesuras que no hallaremos en Calder. Sus decisivas innovaciones en el campo de la escultura tanto como sus ingeniosas intervenciones artesanales, incluso sus diseños de objetos domésticos, parecen derivar de un espíritu seráfico enteramente centrado en la tarea de imaginar mundos. El universo de Calder, se titula el libro que Jeán Lipman escribió en 1976 para el Whitney y que el IVAM- ha hecho traducir. Se trata, por cierto, de un universo clamorosamente utópico: un auténtico limbo, o un sueño.
Babelia
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