Intelektuales
12 de julio '92. Queridos biznietos: ¿cómo me había olvidado yo de que os había prometido escribiros también un día sobre la raza de los intelectuales? Es que andaba yo metido en tanto trató con otra gente, buena gente de la que quedaba entre la tabarra de este mundo (buena, o sea que no eran nada, o lo menos que se podía ser), con los que bebía un sorbo de sentido común cuando se terciaba, y luego con esta gente de los pacientes de mi consulta, que, no sé si con las calores o qué, me tenían abarrotada la salita de espera, devorando nerviosamente las Biblias protestantes que les echaba para entretenerlos, y que luego a veces, en su vehemencia, se me encaramaban en los brazos del sillón o se me arrojaban encima de la mesa, y casi siempre. para decirme lo de siempre: "Que me drogo" ¿Por qué? "Pues que me aburría"; "Que me caso" ¿Por qué? "Es que me aburría"; "Que me descaso" ¿Por qué? "Que es que me aburría"; bueno, y ahora ¿por qué me lo vienes a contar aquí? "Porque es que me aburría"; en fin, ya os imagináis, pimpollos de mi desventura.El caso es que tenía que andar entremetido con los unos y con los otros todo el día, y de los intelectuales, sólo de acordarme de ellos, me entraba un vano y una pesadumbre, que no. quería ni, acordarme.
Pero sí, ¡qué le íbamos a hacer!, tenía que hablaros a vosotros de esa raza; que es muy probable que haya estado viviendo entre la gente desde el comienzo de la Historia (¿no os han contado la imaginería de la Tribu Primitiva?: al lado del Jefe de la Tribu, siempre el mago o brujo, o sea el Ministro de Educación y de Cultura), y es muy probable que también ahí entre vosotros, en medio del derrumbe de los Ordenadores y de la última Fe, si gan sin embargo renaciendo ejemplares, más o menos vergonzantes y disimulados, de esa raza: unos de ésos que saben lo que pasa, que tienen una idea hasta del derrumbe mismo, y que os esplicarán por menos de nada (como los profetas de Israel o los marxistas de los años '40-'80 o los ideólogos del Desarrollo de los.'60-'90) el curso de la Historia y el Juicio Final que os espera; o si no, de ésos otros, más modestos, que se limiten a tras mitiros informaciones o contaros chistes y comidillas de otros lugares del Planeta, para divertiros nada más, mientras andáis sudando vosotros, rocío de mis penas, en las bregas de ruinas y cascotes, a ver si hacéis algún camino que no esté hecho.
Así que, sospechando yo que hasta ahí volverían a asomar seguramente ejemplares de la raza, tenía que tratar de preveniros de sus insidias. Habéis de saber que en nuestros días, cuando la Cultura (Ciencia, Arte, Educación, Deporte y demás pestes) se había revelado como el arma esencial de dominio del Poder sobre la gente, la casta de los intelectuales había alcanzado un volumen y un estatuto, prestigio y rango, como nunca en la Historia de la Humanidad (por emplear, con la debida sorna, la espresión de los que sabían la Historia porque sabían el Futuro), y así me era dado describiros esa casta (fijándome sobre todo en sus representantes más eximios y mejor pagados) con bastante claridad.
La misión de engañar
La misión del Intelectual era, en general y en dos palabras, engañar al personal: sospechaba el Poder que la gente, a la que Él bien querría tener reducida a Masa de Individuos, pero que no se acababa de dejar del todo, seguía por lo bajo pensando, con su sentido, o inteligencia común, y haciéndose preguntas, como los niños impertinentes, que podían en cualquier momento resultar muy peligrosas; y así, a prevenir y debilitar ese peligro destinaba y formaba las escuadras de los intelectuales. Pero la operación se hacía de varios modos, como eran los intelectuales de diversas clases.
La primera clasificación era en estas dos ramas: una, responder a las preguntas, preferiblemente antes de que la gente las formulara; otra, impedir que la gente anduviera molestándose en formular preguntas; o sea Ministerio de Información y Ministerio de Diversión.
Lo primero consistía en tranquilizar acerca de la Realidad, la de las cosas -ya sabéis- y por tanto la de uno mismo. Pues ello es que, desde que el Poder más primitivo había istituído la Realidad, esto es, un sistema de nombres de las cosas (y personas entre ellas), las incongruencias y contradicciones, harto sensibles, de tal sistema no habían dejado de producir desasosiegos y vehementes sospechas de su falsedad entre la gente. A terminar con ellas se había dedicado en primer lugar el mago o brujo, remitiendo esas visibles incongruencias a un orden invisible, en que estaban resueltas todas, y mediante los oportunos rituales y conjuros (realmente realizables, aunque siempre sometidos a la guía de los expertos) quedaban los misterios domesticados, y el Tiempo mismo, por ejemplo eximio, acababa reduciéndose a la rueda de los ritos y del calendario que el Poder, con el hechicero a su servicio, reglamentaba.
En la fase siguiente, se encargaban unos que llamaban filósofos de tomar nota de las contradicciones de la Realidad, pero en modo alguno para dejarlas al descubierto y palpitantes, sino consecuentemente remitiendo la Realidad vulgarizada a una ideación (más alta o más profunda) donde esas contradicciones quedaban explicadas y los errores del vulgo, no eliminados, sino corregidos, convertidos en una visión (más o menos teológica o laica: bien fútil era la diferencia), que, significativamente, estaba escrita en libros, de manera que, si el vulgo no alcanzaba a comprender esa teología o filosofía, se le podía al menos apaciguar o amedrentar de seguir pensando, remitiéndolo al libro, donde otros que sabían más la habían dejado escrita.
La misma misión la habían venido a cumplir, en nuestros tiempos, los intelectuales de la clase "científicos", donde la Ciencia, ocupando el lugar de las religiones o filosofías de antaño y siendo el verdadero objeto de la Fe reinante, no por ello dejaba de consentir a su lado (para contraste también y fácil presunción de los intelectuales dominantes o científicos) la pervivencia de los procedimientos anteriores del engaño, los mágicos, teológicos y filosóficos de toda laya: para que sintáis debidamente vosotros, coronitas de mi desengaño, hasta qué punto cosas que tan a gusto se conllevaban eran en verdad maneras de la misma.
La Ciencia consistía en eso mismo: las imposibilidades de la Realidad, que al sentido común de la gente se le seguían revelando y manifestándose por vías más o menos irracionales (desde la pregunta hasta la droga, el manicomio, el matrimonio o el suicidio), quedaban remitidas a una REALIDAD que estaba más allá de la Realidad, siempre según el modelo de la Física de Epicuro, donde los átomos y el vacío son la sub-realidad que explica la realidad; y si la explicación tenía que volverse de más en más astrusa (y ello por adopción progresiva de número como lenguaje, al modo que también en las magias primitivas), y si por la vía de la vulgarización al vulgo no podían llegarle más que unas caricaturas, reconocidamente falsificadoras, de la explicación científica (al modo que las sublimidades teológicas se hubieron de arreglar antaño para reducirse a los groseros puntos de la Fe del Credo), no importaba: porque lo que importaba era que el vulgo supiera que había alguno! que sabían la Realidad: que viera con los ojos de la Ciencia, hasta el punto de que no viera que eso era Fe (creer lo que no vemos), sino que creyera que lo estaba viendo con sus propios ojos.
Así era la Fe, la más perfecta, la de nuestros años. Pero a esa Fe no contribuían sólo, directamente, los científicos, sino todos los intelectuales que, pudiendo (como "más inteligentes") vislumbrar algo del engaño, se callaban, hacían como que también ellos se lo creían, porque ellos también "iban con los tiempos"; y, con su sola indiferencia o frivolidad, cargaban sobre el vulgo el peso de la autoridad también: "No hay acaso otros más listos que yo que no protestan?"
La clase artista
O, en fin, pasad a otra clase de intelectuales, los de la clase "artista". Hubo también un tiempo que a la gente, desde abajo, de los manantiales de la tierra (o de los infiernos), se le ocurría cantar y bailar o hasta amasar barro o tallar la, roca; y en eso, en la medida que, no estaba ya sumiso, había a la par un gozo y un descubrimiento de la falsedad de la Realidad. Había, por tanto, un peligro para el Poder; así que también de eso se tenía que hacer Cultura, distribuíble desde arriba a las Masas de Indivíduos.
Y así, en nuestros días, desde la, promoción megafónica de divos de estadio que se habían olvidado del todo de lo que era cantar, hasta la de exposiciones de clásicos y vanguardias o de libritos de poesía fina, se había conseguido que nada diera placer ni descubrimiento, pero a cambio se repartían a esgalla sus sustitutos: a saber, la diversión (esto es, el , aburrimiento encubierto que sostuviera el Tiempo vacío, esencial para los manejos del Capital) y la conformidad: hacer Cultura, o sea que a nadie se le ocurriera sentir ni, al sentir, acaso pensar sobre lo que pasa; que no hubiera rebelión que no estuviera, convertida ya en Cultura (revolucionaria también, hombre, ¿por qué no?: la tormenta en un vaso de agua) domesticada y controlada. La idea del Arte, por ejemplo, en vez del arte.
Sin fin me haría la ira seguiros contando de esta casta, por si vuelve a asomar la jeta entre vosotros, principitos de la irrealidad; porque es que...
Muchas eran las formas de la prostitución en nuestro mundo, por las que en dinero se convertía todo aquello, hermosura, salud y fuerza, vida y sueño, que por debajo del Dinero había. Pero ésta, por la que unos señores (o señoras) vendieran al Poder aquello vivo que era la razón común, la inteligencia popular, y que, por esa venta de lo que no era suyo, se les pagara a ellos haciéndolos famosos y bien-pagados ejecutivos de la Cultura... Algo había en eso que apestaba especialmente y que dolía hondo.
¿Acaso -pensaréis vosotros, duendecillos irresponsables- porque justamente yo era también dellos y, por más que hiciera, no podía menos de ser uno de la casta?
Allá vosotros con vuestras cuentas, descendientes de mis traiciones. Pero, penséis de mí lo que penséis, que eso un rábano importa, ya os lo aviso: ojo a que pueda aparecer por ahí todavía alguno de tal ralea; porque, para hacer lo que no está hecho, como ahí estáis vosotros, viditas, intentando entre las basuras, lo primero es perder la Fe: no más creer en la Realidad, ni la vulgarizada ni ninguno de sus sustitutos o sublimaciones. ¡Viva para esa obra el corazón y la razón común!
Que así acontezca entre vosotros, y que de ello os nazca entre las manos lo nunca visto. Con una ristra de besos desde debajo de la muerte.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.