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Impresiones de Alemania

Tahar Ben Jelloun

La escena transcurre en un restaurante de la pequeña ciudad de Wolferibüttel, donde se encuentra una de las bibliotecas más valiosas de Alemania, e incluso de Europa, la Herzog August Bibliothek, en la que están registrados miles de manuscritos del siglo XVII. Ciudad antigua aunque reconstruida en parte después de la guerra, ciudad de verdor y agua, es un lugar de peregrinaje para los bibliófilos. Por tanto, ciudad cultural y turística, alejada del Este y de sus trastornos. Y, sin embargo, los alemanes del Este trabajan allí, sobre todo como camareros en los restaurantes. ¿Cómo reconocerlos? A juzgar por la escena que presencié en un restaurante, se los reconoce por su rigidez y por su servilismo. Yo estaba con dos alemanes, dos intelectuales, uno de Múnich y el otro de Hamburgo. El camarero no nos hacía caso. Tardó en servirnos. Uno de los dos alemanes me dijo: "Por su manera de andar, debe de ser del Este; sus ademanes son bruscos; ¡tengo que echarle una bronca para que nos atienda!". Efectivamente, le llama y protesta enérgicamente: el camarero se deshace en disculpas y empieza a ocuparse de nosotros con tal servilismo que resulta molesto. Uno de los dos intelectuales me explica: "Con 45 años de régimen autoritario, los alemanes del Este han perdido su columna vertebral. Obedecen al más fuerte. Y encima no saben trabajar".En Aquisgrán cojo un tren para ir a Berlín. El compartimento de primera clase está en mal estado. Me da la impresión de haberme confundido de vagón. La persona que me acompaña se echa a reír. "Claro que estamos en primera, pero es un tren del Este; todo es de mala calidad: el tejido que cubre los asientos, la formica de las puertas, el aire acondicionado que no funciona y el ruido ensordecedor que hace este tren. ¡Todo lleva la firma del Este!".

¿Cómo se pude llamar a este tipo de rechazo? No es racismo (no se trata de razas diferentes); no es xenofobia (los alemanes del Este no son extranjeros propiamente dichos). Es antipatía. Un escritor, conocido por sus ideas progresistas, me confesó que el muro de Berlín está más presente que antes; sería más alto y más largo. A este sentimiento de superioridad hay que añadir una actitud de desprecio. Consideran que el Tercer Mundo no está en Africa o en Asia; estaría ahí al lado, en las ciudades del Este. "Es la actitud del rico que mira desde arriba al pobre; el orgullo del que ha trabajado duramente para conquistar esta vida cómoda es el origen de este rechazo hacia quienes no han producido nada, aparte de armas y espías", como me dice ese escritor.

Y así, la Alemania reunificada oficialmente vive en el malestar.

Los inmigrantes turcos viven al margen de la sociedad. Apenas se los ve. Estuve en Kreuzberg, el famoso barrio turco de Berlín. Se ha convertido en el cuartel general de la extrema izquierda aún marxista-leninista de un sector de la juventud alemana, despistada hasta el punto de reivindicar su solidaridad con los terroristas peruanos de Sendero Luminoso. En casi todas las paredes de este barrio, en el que los inmuebles vacíos han sido ocupados por los squatters, se han colgado carteles de Marx, Lenin, Mao o Stalin, como en los buenos viejos tiempos de las ilusiones y de las utopías. En cuanto a los turcos, se diría que se han mudado. Hay muy pocos por las calles. Su presencia está marcada por los restaurantes, pastelerías y tiendas de productos orientales. Parece ser que los promotores inmobiliarios están recuperando este barrio para convertirlo en un lugar esnob y residencial. La mayoría de los turcos se ha ido a otra parte. Queda el residuo de fanatismo político, que acabará cansándose de los burgueses advenedizos.

En las aceras de Berlín hay ilusionistas en cuclillas que hacen trucos de cartas y ofrecen como cebo un billete de 100 marcos para el que descubra la carta correcta. Este juego es un engañabobos muy famoso. Pero sigue habiendo alemanes que juegan y pierden. Se van blasfemando, no contra la mala suerte sino contra los yugoslavos. Cada vez son más los inmigrantes de la antigua Yugoslavia que deambulan por las calles vendiendo cualquier cosa. Los alemanes los reconocen, y es una gente que no les hace demasiada gracia. No es ése el caso de los italianos, que se han especializado en los restaurantes y en el café expreso. Por lo general se les acepta. Hay que decir que la cocina alemana es tan pesada que los italianos se dieron cuenta de que había que invertir en ese campo. Pero no fueron a instalarse en el Este. El Este está en la ruina. La pequeña ciudad de Potsdam se encuentra a 20 minutos de Berlín Este. Es una ciudad preciosa. El conde italiano Francesco Algarotti (1712-1764) dijo refiriéndose a ella: "Potsdam es una escuela de arquitectura". Y es verdad que su arquitectura se cuenta entre las más bellas. Pero la ciudad está atenazada por la tristeza. Ha perdido su alma. Se parece a una hermosa mansión abandonada o a una empresa que se hubiera declarado en quiebra. A las seis de la tarde ya está todo cerrado. Ni un solo café abierto, ni un restaurante. Sólo queda abierta una librería: como todos los viernes, organiza lecturas de escritores. Los lectores se hacinan en la librería y escuchan a un escritor, alemán o extranjero, que lee fragmentos de su obra. En el Este, los libros costaban cuatro veces menos que en el Oeste. Ahora, las editoriales del Este se han dejado adquirir por las poderosas editoriales de Hamburgo o de Francfort. Pero los habitantes del Este siguen siendo grandes lectores con pocos medios. Algunos grandes editores occidentales no prestan demasiada atención a este público. Lo ignoran y lo consideran carente de interés por ser pobre. Son cosas de las que yo me he dado cuenta y que otros observadores me han confirmado.

Se reprocha a los del Este que quieran aprovecharse de los logros sociales que los trabajadores occidentales han alcanzado tras muchos sacrificios y luchas. Dicen de ellos que son "perezosos, groseros, pesados...". Se les hace responsables de la intensificación del paro y de la disminución del poder adquisitivo. Además, se les acusa de ser racistas debido a los grupúsculos neonazis que, el otoño pasado, atacaron hogares de inmigrantes. Dicen que la mayoría de esos neonazis procede del Este. Los acusan de muchas otras cosas, a la vez que los incitan a convertirse en consumidores. Es verdad que los cochecitos Lada parecen juguetes de niños. Es verdad que la elegancia en el vestir no constituye la preocupación primordial de los alemanes en general, ni de los del Este en particular. No es una cuestión de poder adquisitivo, sino de gusto y estética. En Alemania, la gente corriente se tapa, es decir, se viste de cualquier manera. Ni los hombres ni las mujeres se preocupan por su línea. Beben cantidades impresionantes de cerveza y comen mucho. En cuanto uno llega a una ciudad alema

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na, se te agarra a la garganta un olor a mantequilla quemada, un olor a salchicha frita. Este olor se extiende especialmente por los alrededores de las estaciones y de los mercados. Uno no llega a acostumbrarse.

Alemania es también la seriedad. En todos los ámbitos. Las autopistas son amplias, están bien hechas y no tienen peajes. No hay límite de velocidad, salvo en raros lugares. Se deja al ciudadano la libertad y la responsabilidad que de ello se deriva. Los trenes salen y llegan a su hora. La calidad alemana no es un tópico: existe. Cuando hay una huelga (muy rara vez; la que se realizó el pasado mayo era la primera huelga del sector público desde hacía 19 años), el país queda inmovilizado. Ni un fallo. Ni una flaqueza. Son serios y eficaces tanto a la hora de trabajar como a la de reivindicar. Las huelgas alemanas son duras, es decir, sin concesiones. Nada que ver con las huelgas frecuentes, y a veces por motivos triviales, que se convocan en Italia o en Francia. Esta seriedad también tiene sus defectos: aparentemente carecen de sentido del humor y, en cualquier caso, la fantasía y la frivolidad no son sus características más notables. Es evidente que tienen sentido del humor, pero para eso hay que comprender el idioma y sus sutilezas. La Europa del mañana será en gran medida lo que decida la poderosa Alemania. No hablará francés ni italiano. Hablará inglés y alemán. Francia, que se muestra muy activa en su acercamiento al gigante alemán, no se hace muchas ilusiones respecto al futuro de su idioma y de su cultura. A pesar de los 24 institutos y centros culturales franceses desperdigados por toda Alemania, incluido el Este, a pesar de los acuerdos para un ejército común qué Kohl y Mitterrand firmaron en La Rochelle, a pesar de los diversos encuentros que mantienen regularmente los dos líderes, la presencia francesa en ese país es débil. Persisten los malentendidos entre los dos países: son más culturales que económicos.

Los editores miran más hacia Estados Unidos y ciertos países del Este que hacia el resto de Europa. En las librerías se encuentran pocos libros traducidos de autores franceses o italianos. Se encuentra el inevitable El amante, de Marguerite Duras, así como los libros de Umberto Eco y de Oriana Fallaci. Pero, en conjunto, lo que más interesa a los editores alemanes es anglosajón en lugar de mediterráneo. Es normal puesto que la sociedad alemana es lo opuesto a una sociedad mediterránea. El Mediterráneo prefieren consumirlo in situ, en circuitos turísticos por Grecia, Italia o España.

Las agencias de viajes alaban durante todo el año el sol y el mar azul. Los alemanes no tienen vínculos especiales con el Magreb, pero conocen bien Yerba, una isla de Túnez, como conocen Agadir y Tánger por sus inmensas playas y su sol casi permanente. No son grandes viajeros, ni tampoco viajan a lo grande: se desplazan en grupo de manera sistemática y se conforman con lo que el turismo les ofrece, es decir, con placeres simples.

El marco es una moneda fuerte, aunque amenazada por una tasa de inflación más elevada que la de Francia (en torno al 4%). Pero en este sentido la reunificación ha introducido desorden y un inicio de crisis, puesto que el paro ha aumentado drásticamente con la llegada masiva de los habitantes del Este, y no sólo del este de Alemania, sino también de la ex Yugoslavia y de Checoslovaquia. En cuanto a los inmigrantes turcos, son discretos. Alemania no quiere integrarlos, y ellos tampoco intentan integrarse. Es una situación completamente diferente a la de Francia. Hay que tener en cuenta que entre los turcos y los alemanes no hay historia común, no hay memoria común. Es una inmigración que no está ligada a la historia, como la de los magrebíes en Francia está ligada a la colonización. A los inmigrantes procedentes del norte de Marruecos (entre 20.000 y 30.000) tampoco se los ve. Trabajan en las fábricas y no se mezclan con la población. Se diría que alemanes e inmigrantes han llegado tácitamente a un acuerdo: cada uno en su sitio. Eso no quiere decir que no existan la xenofobia y el racismo. Los comandos racistas que el pasado otoño atacaron a inmigrantes demuestran que en la sociedad alemana existe algo más que un malestar coyuntural.

En este país del trabajo y del rigor, en este país en el que las tradiciones son fuertes y en el que los ecologistas rápidamente consiguieron que los políticos los escucharan y les hicieran caso, en esta región de Europa de bosques preciosos y frondosos, un hombre, un empresario, un tal Bernhard Korte, ha creado un pequeño paraíso para el arte. A 15 kilómetros de Düsseldorf existe un parque, una especie de isla llamada Insel-Hombroich, donde se deja a la naturaleza en libertad, salvaje pero cuidada. En este parque, Korte ha construido varias galerías en las que expone obras de arte en plena libertad. Lo que esta iniciativa tiene de original es que los cuadros, las esculturas y los objetos antiguos no están designados por su autor, su época ni su lugar de procedencia. Están ahí sin ninguna referencia. Si son bellos, lo son en términos absolutos, no porque el mercado del arte haya decidido que tienen valor. No hay guardias ni cámaras ocultas que le vigilen a uno. Es la libertad total. Las obras expuestas son valiosas: lienzos de Cézanne, de Alexandre Calder, de Francis Picabia, de Jean Fautrier, de Max Ernst, de Gotthard Graubner; estatuillas y esculturas de África, de China, de Camboya, de Perú; joyas y objetos antiguos encontrados en excavaciones en Asia... No es un museo, es mejor que un palacio cerrado sobre los tesoros que contiene: es un parque en forma de laberinto abierto al arte, al que se quiere devolver la banalidad e incluso el anonimato. El parque de Insel-Hombroich, experiencia única en Europa y puede que en el mundo, es un desafío a los especuladores y a los marchantes de arte. Uno puede pasearse por el parque, atravesar una pasarela y encontrarse frente a una inmensa escultura africana, colocada entre dos árboles, entre dos lagos, donde los patos salvajes nadan con toda tranquilidad. La entrada cuesta 15 marcos. Hay un restaurante en medio del parque. Allí se comen cosas sencillas y naturales, y es gratis.

¡Curioso país! Trabajador y solitario, rico y poderoso, industrial y ecológico, unificado y reticente, es europeo hasta la médula y seguirá siéndolo, mientras Europa se defina por él y gracias a él. Los franceses, que tienen razones para conocer bien a este vecino, lo saben: no intentan contrariarle; muy al contrario, sean cuales sean los sentimientos de sus respectivos pueblos, no dejan de fortalecer sus vínculos y de darse (simbólicamente) la mano, como en la famosa foto de Mitterrand y Kohl.

Tahar Ben Jelloum es escritor marroquí premio Goncourt de novela en 1987.

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