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El país que se volvió loco

Una pareja de refugiados yugoslavos relata el horror que supone ver el primer cadáver

En algún momento de nuestra vida, a todos nos puede pasar lo siguiente: que nos volvamos locos, que se vuelva loco alguien de la familia o que se vuelva loco el país en el que nacimos y en el que vivimos. Aunque, más raro, el último caso es igualmente trágico y el número de personas afectadas es ingente.¿Cómo se siente el habitante de un país enloquecido? El primer cadáver visto en la vida siempre deja la impresión más fuerte. Las primeras víctimas de esta guerra civil dejaron en nuestras almas una huella imborrable. Ninguno de nosotros podía creer que eso pasaba tan cerca de los umbrales de nuestras casas. "Todo se arreglará muy pronto", eran los primeros comentarios y reacciones de los que entonces vivían en el país que se llamaba Yugoslavia y al cual, hoy día, pueden llamar como quieran. En este momento eso es lo menos importante.

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Luego vino el periodo de cadáveres diarios y de los horrores. El rechazo a la guerra era cada día más tímido. Poco a poco la gente se fue acostumbrando a la muerte. Se inició la movilización de jóvenes completamente confusos y todavía inmaduros. Los que muchas veces antes paseaban por las calles de Dubrovnik, Zagreb,-Osijek y Vukovar tenían que bombardear estas ciudades para destruirlas y para matar a los enemigos imaginarios.

Con el objetivo de evitar esta locura total y su actuación en una guerra irracional, la mayoría de esos jóvenes empezaron a esconderse, a pasar las noches fuera de sus casas, a no coger teléfonos cuando sonaban y a no abrir la puerta de sus casas por temor a visitas indeseables. Es difícil de entender que en tu ciudad natal puedas llegar a ser una persona ilegal, una persona que huye de su identidad. Los que no podían aceptarlo. abandonaban el país con la esperanza de que podrían volver muy pronto. Los que quedaban pensaban lo mismo.

La vida se transformaba así en una experiencia inimaginable. Poco a poco todos los detalles que la acompañaban perdían su sentido; sólo parecía importar la cuestión de quién es croata, serbio o musulmán. La realidad transformada dio a este hecho la máxima trascendencia.

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Luna de miel en España

Llevábamos apenas medio año casados y todavía recordábamos el día de nuestra boda y la luna de miel que pasamos en el mismo país que ahora nos ofrece refugio y que coincidió con el comienzo de la guerra yugoslava en Eslovenia.

Abriendo y admirándolos regalos de boda, intentábamos huir lo más posible de una multitud enloquecida. Ni en nuestras peores pesadillas podríamos haber imaginado que nuestro matrimonio pudiera verse amenazado por el hecho de que uno de nosotros sea de origen croata y el otro, serbio.

Las anónimas llamadas por teléfono llegaron a formar parte de nuestra cotidianidad. "¡Vete de aquí!, ¡te degollaremos!", eran los mensajes destinados a un croata que vivía en Belgrado, la ciudad que, en opinión de quienes llamaban, está reservada sólo para los serbios puros. A mi esposa, que es serbia, le decían: "Divórciate de tu marido o consideraremos que eres una traidora". No éramos los únicos con tales experiencias, las había peores. Procuraban constantemente convencernos de que el amor no es lo más importante. Como periodistas, dejamos de escribir sobre políticos y nos acercamos a la esfera de la cultura. De todas maneras, eso ya no lo leía nadie. Queríamos proteger nuestro mundo pequeño delante de la tormenta que sobrevenía, pero sin resultados. Y empezamos a creer que lo malo iba a vencer a lo bueno.

Sólo de nuestro círculo de amigos, hemos contado 20 personas que abandonaron todo lo que tenían y se dispersaron por el mundo, huyendo de la oscuridad y la agonía del comunismo superviviente, ahora mezclado con el nacionalismo, en busca de las luces de la democracia. Pero sobre todo huían de una guerra que de ninguna manera podían entender, al menos identificarse con ella. Entre ellos hay croatas, serbios, musulmanes, judíos... Lejos de las fronteras de los países que una vez formaban una Yugoslavia feliz, nacen nuevas colonias balcánicas pequeñas como prueba de que el origen étnico no es la condición previa para el entendimiento de las personas civilizadas. Desgraciadamente, aunque menos aparentes, en el extranjero se prolongan a veces hostilidades antiguas como consecuencia de lo que no se puede o no se quiere olvidar.

Futuro destruído

Los comunistas dominaron tranquilamente estos territorios durante medio siglo, sin oposición, sin críticas; en una palabra, sin ningún problema. No lograron hacer nada bueno durante los pasados 50 años, pero, como si eso no fuera bastante, nos estropearon por lo menos los próximos 50 años. Lo que pasa ahora son los últimos gestos de un sistema arruinado, pero las consecuencias son catastróficas: la muerte, la pobreza y el hambre.

El mundo, que veía con mucha claridad todo lo que ocurría, se quedó mudo, como siempre. Una vez más se demuestra que por cada 50 Neville Chamberlain sólo hay un Winston Churchill. En este partido de tenis entre EE UU y Europa no se sabe ahora a quién le corresponde el turno.

"In the name of God, help us" ("Por Dios, ayúdenos") decía casi desesperadamente un médico de Sarajevo después de practicar centenares de amputaciones, después de ver centenares de cadáveres ante los cuales sólo podía constatar la muerte, después de ver y operar a todos aquellos bebés quemados y marcados que empiezan sus vidas como inválidos y huérfanos.

Cuándo ya no quedaba nadie a quien repartir las cartas de la partida que jugábamos con los amigos todos los fines de semana, comprendimos que era hora de hacer las maletas y olvidar todo lo demás. Casi todos los judíos ya se habían marchado y eso lo decía todo. La gente salía a hurtadillas y en silencio del país, despidiéndose sólo de la familia. Todo había perdido importancia: las casas, los pisos, los coches...

Pero este sacrificio no era todo: había que engañar a las autoridades militares, las únicas que autorizaban la salida, del país. Las agencias de viajes lograron, finalmente, que se permitiera viajar sin permiso a quienes contrataban viajes con ellas. Quedaba un resquicio a través del cual podía escapar algún ratón. Sí, nos fuimos como ratones, con miedo de que el gato malo pudiera agarrarnos en el último momento.

Por desgracia, a España no hemos venido a la Expo, a los Juegos Olímpicos o para ver Tacones lejanos. Hemos venido para salvar nuestras vidas y hacerlas soportables. A encontrar una vez más el cielo, el sol, las risas de los niños y la alegría en las calles. Hemos venido a aprender otra vez cómo se escucha la música y cómo se disfrutan los parques, que no se han convertido en cementerios.

Aquí hemos encontrado gente buena y mala, sincera y jactanciosa, generosa y egoísta, lo mismo que había en nuestro país. Sin embargo, nadie ha intentado matarnos, robarnos o amenazarnos sólo por lo que somos. ¡Qué suerte y qué tranquilidad! Todo aquí nos parece tan normal y tan humano. Al igual que en otras partes, aquí los ricos temen por su fortuna y quienes tienen mucho menos lo comparten con los demás.

Antes éramos Biljana y Emil. Ahora somos Jana y Emilio. ¡Qué más da! Ya nos hemos acostumbrado a estos nombres nuevos, que nos gustan más porque nos facilitan la comunicación con la gente. ¿No es la comunicación lo más importante entre las personas?

No hay duda ninguna: estamos a la busca de un país perdido, de todo lo que antes encontrábamos en nuestra antigua patria y, sobre todo, de gente que pueda entendernos. Tal vez lo encontraremos aquí en el Centro de Acogida a Refugiados, en Vallecas, una parte de Madrid, la capital cultural europea.

son periodistas procedentes de la antigua Yugoslavia.

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