Bibla y flamenco en La Celsa
La Biblia es el arma de los evangelistas para camellos y toxicómanos. Unos y otros abundan en La Celsa, un nudo de chabolas en el que merodean los yonquis en busca de su dosis entre gitanillos desgreñados y perros esqueléticos que juegan en las improvisadas piscinas de plástico instaladas entre canalillos de agua pestilenta. En una chabola construida al lado del camino se oyen todos los días los cantos aflamencados de los creyentes evangelistas de La Celsa dirigidos por el pastor Antonio Losada, un hombre pequeño de estómago prominente, más conocido en el mercadillo y en su iglesia como Antonio el Toledano."Los hermanos de La Celsa viven como en un fuego. Los traficantes los rechazan porque predican contra ellos. Hace tiempo, su iglesia se quemó misteriosamente y tuvieron que levantar una chabola para celebrar el culto", asegura el pastor Yen. "Es muy difícil entrarles a los camellos porque el dinero les ha hecho el corazón muy duro", confiesa Santos Dual, el responsable de las iglesias de Filadelfia en Madrid.
La técnica evangelizadora de Antonio el Toledano es sencilla. "¿Sabes, hermoso, que por ti ha muerto nuestro Señor?", pregunta a toxicómanos y a camellos. "Yo me dirijo a todos: al gitano, al payo, al negro, al francés o al americano". La ley de hospitalidad gitana obliga a los camellos a recibir en sus casas al recio pastor y a su señora. "Tomamos un cafetito y yo les digo que donde está el pecado no hay bendición de Dios y, si es necesario, les invito a cenar a un restaurante. Ellos me dicen que sí que hay Dios y que a su tiempo se quitarán". Antonio deja que los hijos de los traficantes acudan al culto, pero a ellos no les abre la única puerta de la chabola hasta que se han arrepentido.
'Camellos' disciplinados
Al culto, según Antonio, acuden unas 50 personas de las cerca de 2.000 que viven en La Celsa. Entre sus ovejas hay tres traficantes arrepentidos a los que el pastor ha disciplinado durante un año a no tomar "el vino y el cachito de pan de todos los domingos". Eso sí, pueden ir al culto, tocar las palmas y cantar. Y lo hacen con ganas, las voces sofocadas por las guitarras y el teclado eléctrico que resuenan en el aire recalentado por las grises paredes de cartón de la chabola-iglesia.
Al atardecer acuden los conversos al culto. A un lado se sientan las gitanas; al otro, los gitanos. Giran los ventiladores bajo la luz amarillenta de las bombillas. Las ovejas de La Celsa se abanican, cantan, piden por sus hermanos y cuando Antonio les pide "un aplauso a Dios", le dan a las palmas con entusiasmo. El culto ha acabado.
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