XAVIER VIDAL-FOLCH Cataluña y España en el corazón
Hemos pasado de la angustia al alborozo. Los ciudadanos de Catsluña, a quienes la dictadura nos prohibió aprender a leer y escribir en una de nuestras dos lenguas, albergamos estos días un regocijo profundo. Un breve instante lo simbolizó el Último sábado: aquel en que el rey de España declaró abiertos los luegos Olímpicos empezando con un natural “Benvinguts tots a Barcelona”. Un instante que se está prolongando con el uso normal del catalán en un acontecimiento de impacto televisión, lo mundial.
Hubo angustia, sí, provocada por el recuerdo de la infausta inauguración del estadio de Monitjuïc en 1989 y las amenazas iletradas de quienes no entienden la defensa de su patrimonio cultural originario como anulación y exclusión de lo que se ha ido ampliando y acrisolando con el tiempo.
Angustia, sobre todo, entre los catalanistas comprometidos con España. Constituyen éstos la inmensa mayoría de la ciudadanía catalana, si se es fiel al inapelable veredicto de las urnas y no a los estrambotes embarullados de oportunistas en río revuelto. Esta inmensa mayoría atraviesa hoy un estado de felicidad poco frecuente en un país con tendencias a la autoflagelación, por la simple razón de que la ceremonia inaugural de los Juegos -sencillamente una ceremonia, pero cuantitos significantes- y todo lo que de ella cuelga, representó exactamente la aspiración comúnmente sentida: la afirmación de lo propio, abiertamente hacia lo más global, en un encaje sin chirridos: Els segadors y la Marcha real, el teatro más rompedor de La Fura y las arias más clásicas, los castellers, y Europa, la soledad del arquero y la bulliciosa irrupción del equipo español, el fuego glacial el cielo y la mar -mediterránea-, toujours recommecé.
Se trata de algo más que un encaje equilibrado. Lo propio no son ya los elementos simbólicos específicos en adecuada combinación con los generales, sino el crisol, el mestizaje que en tiempos de turbación reclamara el historiador Vicens Vives cor -io señal perinariente de esta sociedad. Los artistas, deportistas, trabajadores y voluntarios que se movían Por el estadio personas, no robots ni ingenios mecánicos militarizados realizaban la traducción plástica de la España constitucional en desarrollo, la Cataluña autónoma sin tentaciones endogámicas, expresadas a través de la pulsión de una Barcelona-ciudad abierta y volcadas a Europa y al mundo.
Una semana después del acontecimiento parece evidente que aquellas horas no son simplemente un bello recuerdo. La capacidad evocadora de la síntesis lograda y entregada a 3.500 millones de telespectadores es tan poderosa que deshace por sí sola todas las elucubraciones de, los fabricantes de equívocos. La fuerza de lo intangible, el arraigo en las conciencias, es superior a la de cualquier reglamento.
Pero también es cierto que se trata de una fortaleza frágil. Ahora mismo, para las generaciones que salimos a la calle reclamando libertad y autonomía en el tardofranquismo con un punto de locura en las piernas y la senyera en la mano, resultan p articula irritantes los intentos de apropiación exclusivista de este símbolo. Por supuesto, el del minoritario independentismo, que afea las cuatro barras con una estrella azul y las agita patéticamente en ocasiones ante las cámaras de televisión (sólo puede hacer eso, nadie exhibe en su casa ese Invento). Pero sobre todo el representado por la consigna que con aciaga fortuna lanzó el nacionalismo moderado instando a colocar únicamente la bandera catalana en los balcones. Este mensaje es susceptible de provocar irritaciones. Pero amenaza además con distorsionar el sentido exacto del entrañable trapo.
En efecto, los visitantes y espectadores de Barcelona 92 deben saber y alguien debería haberlo explicado- que el despliegue textil de senyeres que adorna la ciudad estos días ni tiene un sentido excluyente, ni es una mueca antiespañola, ni resulta insólito. Es la bandera que se airea en las grandes ocasiones de fiesta democrática. Jalea tanto la Diada Nacional del 11 de septiembre y el Sant Jordi de libros y rosas como la gran manifestación en defensa de la Constitución tras el intento del golpe de Estado. Cuando la transición replegó la bandera de la República al recuerdo, la democracia -con la bendición de la izquierda- instaló el escudo constitucional en la vieja enseña de Carlos III falsificada por el franquismo. La nueva bandera vino a rellenar, con mayor o menor entusiasmo, el vacío simbólico de los demócratas españoles. Mejor dicho, de muchos de ellos. Este vacío nunca existió en Cataluña, porque lo había llenado en las calles, en ligazón con la historia, la senyera.
Produce sinsabor tener que recordar, pues, que no es éste el santo y seña ni del nacionalismo exacerbado ni del moderado, sino de toda la ciudadanía catalana, esa que se caracteriza por su catalanismo abierto, para nada excluyente, como se ha venido a comprobar estos días una vez más: la senyera es también la bandera de las libertades de España, no sólo de Cataluña, porque los ciudadanos catalanes nunca fueron libres cuando no lo fue el conjunto de los españoles.
La convocatoria a lo único en este caso, la bandera única, ese adjetivo de resonancias históricas que hacen temblar, es contradictoria con la afirmación de la diversidad no desigualdad- que se reclama y el enriquecimiento que de ella se deriva. Y es exactamente lo contrario a lo asumido por el jefe del Estado en sus palabras de bienvenida. Breves, en ocasión multitudinaria e internacionalmente solemne, éstas no son las primeras palabras pronunciadas en catalán por Juan Carlos I. Sientan y asientan jurisprudencia por cuanto usa esta lengua no sólo para consumo interno, sino ante todo el mundo. El hecho simboliza un fenómeno emergido y creciente, el reconocimiento -,río sólo respeto- del conjunto de los españoles por Cataluña. Si se quiere, el catalanismo de los españoles, asumiendo en osada innovación protocolaria -difícil para muchos, pero impecable- el himno de Els segadors como obertura del himno nacional. ¿Habrá que renunciar desde el Principado al catalanismo comprometido con España en respuesta a ello, enzarzándose en exclusivismos cicateros?
La capital catalana ya ha optado. De ninguna manera la antítesis cuando la síntesis es viable- y es hermosa. La síntesis, también, de la historia reciente. Cuando Pasqual Maragall sacó del olvido en su discurso la memoria del presidente Lluís Companys no enjuiciaba una figura concreta que acarreó graves errores (el 6 de octubre) junto a grandes aciertos (la defensa del Estatuto, su compromiso como ministro de la República). Significaba la asunción de la turbulenta historia democrática de este país, ese elemento de engarce característico de la transición en Cataluña (que algunos pretenden olvidar) a través de la Figura de Josep Tarradellas, y que se injerta en la monarquía de la Constitución.
El presidente fusilado en Montjuic por un pelotón de Franco en la posguerra tenía un eniotivo final de discurso: “Catalunya i la República, dins lo cor de totsi”. Pablo Neruda profetizaba en su Tercera res¡dencia.- “Patria surcada, juro que en tus cenizas/ nacerás como flor de agua perpetua”. Y nosotros creemos asistir al cumplimiento de estos versos augurales de España en el corazón. Cataluña y España en el corazón.
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