Camarón fue enterrado en La Isla entre el llanto y las quejas de su gente
El control del acceso al cementerio provocó escenas de tensión entre los miles de asistentes
Antonio, empleado del cementerio de San Fernando, en la provincia de Cádiz, no había visto tanta gente junta ni el día que enterraron al general Varela, allá por el año 1951. Ayer el muerto era el cantaor flamenco Camarón de la Isla y a su entierro acudieron miles de personas. La llegada de¡ ataúd al camposanto provocó escenas de enorme tensión. A sus admiradores, gitanos en su mayoría, que llevaban horas esperando bajo un sol de justicia, no se les permitió la entrada en el recinto funerario. Entre los gritos de los que protestaban porque querían pasar y los lamentos desgarrados de sus familiares, el príncipe gitano recibió cristiana sepultura pasada la una de la tarde.
Durante el trayecto hasta el cementerio, el público congregado a ambos lados de la calle guardó un respetuoso silencio que sólo se rompió con los aplausos y los gritos de "¡Camarón, Camarón!". Si la noche anterior el maestro fue de las masas enfervorecidas, ayer lo fue de la policía y de un cordón de seguridad gitano que no hubo manera de romper. Lo ocurrido durante la noche pasada, cuando el cuerpo fue recibido en La Isla, no podía repetirse. A las tres de la madrugada llegaba al pueblo una brigada de los Grupos de Operaciones Especiales. Los incidentes más graves se desarrollaron en las escaleras del Ayuntamiento isleño, cuando el féretro era transportado a hombros hasta el salón de plenos y se rompieron las mínimas barreras de seguridad. Fue un milagro que todo quedara en un susto y unos pocos contusionados. Niños de. corta edad, señoras bien entradas en años y hasta policías municipales rodaron por las escaleras mientras Paco de Lucía y Tomatito echaban el resto para mantener el féretro con el cuerpo de su amigo en volandas. El descontrol fue tan total que fueron los propios gitanos los que se encargaron de montar la capilla ardiente y vigilar el cadáver. Sólo entonces se recuperó la calma.La llegada del cuerpo a La Isla que le vio nacer estuvo acompañada por una impresionante puesta de sol y durante el velatorio no faltó la luz de la media luna en el cielo. Una media luna como la que él llevaba tatuada en una mano.
Durante toda la madrugada del sábado la gente fue desfilando por delante del ataúd cerrado. Con él, además de sus familiares, pasaron esa última noche Curro Romero, completamente destrozado; Tomatito, desencajado y muy contenido pese a que las lágrimas rodaban por sus mejillas, y Paco de Lucía, que en todo momento se mantuvo en un discreto segundo plano.
Entre el público se veían muchos jóvenes con el look Camarón: pelos ensortijados cortados a capa y mucho oro colgando sobre el pecho; familias enteras cargadas de niños y gente que parecía sacada de un cuadro de Romero de Torres. No faltaron tampoco un buen número de yonquis y algunos camellos. Ellos también querían despedirle.
Poco antes de la salida del féretro del Ayuntamiento llegaron Carmen Romero y Manuel Chaves, que acompañaron la comitiva durante una parte del recorrido. También estuvieron Jesús Quintero, José Mari Manzanares y numerosos aficionados al flamenco. Muchos de los asistentes, gitanos practicantes de los ritos evangelistas, ni se acercaron a la iglesia de El Carmen, donde se ofició el funeral. Los camaroneros le esperaban en la puerta del camposanto cargados de flores.
Allí estaba también Dolores Montoya, la viuda a la que se conoce como Chispa. Hasta que el cadáver aterrizó en Sevilla José Monge perteneció a su esposa, pero desde que llegó a San Fernando se lo quedaron los Monge. La viuda, situada a varios metros de distancia del panteón donde era enterrado su esposo, sólo hacía gritar: "¡Ay, José!". Chispa parecía a punto de desmayarse, pero tuvo fuerzas para insultar a los periodistas de dos emisoras de radio que trataban de conseguir la exclusiva de sus quejíos arrimándole los micrófonos a la boca. Se la llevaron entre varias mujeres mientras el ataúd era bajado a la fosa.
Fuera, en la calle, sus admiradores aguantaban el calor al tiempo que forcejeaban con la policía. "Ahora no es momento de llorar", le decía una señora a un hombre. "Su espíritu vagará por La Isla durante toda la eternidad".
Babelia
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