Toda la noche se oyeron pasar lamentos
Se sentía el dolor en las esquinas y en el mirar de cierros y balcones. Era como una mancha de pena hirviendo por la calor tan alta, una multitud en estado de llanto, un entierro perfectamente triste.Vinieron de todas las condiciones y desde todos los lugares llegaron para declararle su amor y su veneración sin límites. Vi guardacoches de Sevilla y poetas de Granada y chirigoteros de Cádiz. Vi una lágrima derramando sumisión y callado escalofrío. Vi a las gentes y que no querían estar en lo que estaban. Vi desesperanza y cómo cundía el desasosiego.
Sentí la liberadora pasión del griterío, la fosa fatal de la amargura, su presencia viva en el aire tan claro de la bahía. Sentí la compañía de lamentos espantosos. Y voces: Camarón no te vayas, José ya no te veremos más, no correr, llevarlo con cuidao, y parecía que llevaban al Señor o a su santa madre en forma de Blanca Paloma. ¡Viva Camarón! clamaron y deseaban poder resucitarlo. Cuando salió la caja por la puerta del Ayuntamiento se oyó la ovación más rotunda que imaginarse pueda. Cerrada como una tempestad de vítores enfervorizados por su ausencia. Unánime más allá de los presentes. Total espléndida y duradera. Como el trueno de una tormenta universal que se acordaba todavía y por siempre del rayo de su voz atravesando tinieblas tenebrosas.
Había niños de pecho y ancianos venerables; gitanas más hermosas que el alba y calorrós de la estirpe de Rabindranat Tagore. Había una calma tensa, energía de rabia contenida por el respeto y la desesperación de no poder lograr los imposibles. No encontré ni el menor rastro de alegría.
De vez en vez sonaban los aplausos como una descarga de amor impetuoso. Y luego el recogimiento silencioso, de asombro entre tanta gente reunida. Se procuraba el orden como protocolo de homenaje y señal de ciudadanía. De los ojos salían miradas hablando tristeza inconsolable. De los labios apenas si resbalaban palabras de mucha pesadumbre. De los cuerpos bullía un temblor eléctrico de ducas negras.
El desbordamiento había sucedido la tarde anterior cuando el féretro llegó a La Isla y las emociones parecían buscar los perfiles del milagro. Toda la noche se oyeron pasar llantos. Y por la mañana temprano la Guardia Civil limpiamente denunciaba a quienes acudían a San Fernando con exceso de velocidad en sus coches.
Alrededor del automóvil mortuorio y para proteger a los familiares, autoridades y artistas del flamenco, actuaba un cordón de seguridad gitana, formidable, solidario y sumamente generoso. Por eso cuando el cura dio la señal de darse la paz en la misa el hermano Amós Rodríguez Rey se fue para un grupo de ellos y fundió con su abrazo todos los que no pudieron darse por las calles.
Ya nadie podrá decir que si estaba vivo o si estaba muerto. Bajó el ataúd a la fosa y lo cubrieron con maderas que redoblaban secas, patéticas y hueras. Desde entonces, cuando fueron los alaríos de la desesperanza abismal, ya todos sabemos que Camarón por los siglos de los siglos vivirá aunque se haya muerto.
es experto en flamenco.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.