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Un "sugestivo proyecto de vida en común" para España

Desde el siglo XVIII viene necesitando España ese "sugestivo proyecto de vida en común" en que Ortega vio el fundamento histórico de toda nación bien constituida, afirma el articulista. El problema, agrega, consiste en saber cómo, sobre el sólido fundamento de una lengua y una cultura comunes, puede ser ofrecido ese proyecto a todos los españoles

Desde el siglo XVIII viene necesitando España ese "sugestivo proyecto de vida en común" en que Ortega vio el fundamento histórico de toda nación bien constituida. Las guerras civiles del siglo pasado y la superguerra civil de nuestro siglo han mostrado dramáticamente la insuficiencia de las varias tentativas -a su cabeza, la monárquica de 1876 y la republicana de 1931 - hacia el logro de esa meta. ¿Se la alcanzará antes de que comience el siglo XXI?Latentes o patentes, tres han sido los principales obstáculos para que la vida histórica de los españoles llegase a ser verdaderamente común y verdaderamente sugestiva: la inconciliable oposición maniquea entre los católicos tradicionales y los liberales a ultranza, el planteamiento de la cuestión social en términos revolucionarios -Semana Trágica de 1909, huelga general de 1917, conato de revolución de 1934y, desde fines del siglo XIX, el hecho de los nacionalismos regionales. Me atrevo a pensar que del primer obstáculo sólo quedan restos; restos activos, sí, mas no capaces de convertirse otra vez en gérmenes de pugna violenta. Lo mismo cabe decir del ingrediente socioeconómico de nuestra pertinaz inestabilidad. Aunque los conflictos sociales se hayan hecho más frecuentes, tal vez más graves, no parece que lleguen a ser barrera infranqueable para la existencia de una pacífica vida en común. En cualquier caso, que los protagonistas y los conocedores del problema den su respuesta. Ni protagonista ni conocedor de él, voy a limitarme a decir con lealtad cómo veo yo los requisitos mínimos y las necesarias pautas de conducta para que el hecho de los nacionalismos y el proyecto de vida común sean entre sí compatibles.

Lengua y cultura

Una declaración previa. A mi modo de ver, esos requisitos afectan tan sólo a los tres componentes de la realidad histórica de España que considero verdaderamente esenciales: la lengua, la cultura y la política exterior. Nada me inquieta que el hoy llamado Estado de las autonomías se convierta a corto plazo en un Estado federal. Nada me inquieta si, bajo cuantas tranferencias administrativas se quiera, ese Posible Estado federal tiene sólido fundamento en la lengua común, la cultura común y la común política exterior, con todo. lo que ésta debe llevar consigo. Lo cual me obliga a exponer con alguna precisión cómo entiendo yo ese triple requisito.

Lengua común. ¿Cómo el idioma castellano puede ser en España real y verdaderamente, no sólo nominalmente, español? El problema se plantea, claro está, en Cataluña, en Vasconia y en Galicia. No se me oculta que para los hablantes habituales del catalán, el vasco y el gallego, su idioma respectivo es y debe ser el más suyo. Si yo fuese catalán, vasco o gallego, así lo sentiría, y apoyado en ese sentimiento proclamaría mi derecho a hablar, escribir, enseñar y cultivar mi lengua nativa; pero me atrevo a afirmar que a la vez sentiría como también mío el idioma común, el castellano, y que no tendría empacho en llamarle, por antonomasia, español. Y asimismo me atrevo a sostener que eso les sucede, digan ellos lo que quieran, a la inmensa mayoría de los catalanes, vascos y gallegos que con toda naturalidad hablan el castellano y pasan del idioma propio al idioma común, y de éste al otro, cuantas veces la vida les pone en el trance de hacerlo.

Hablar y sentir la lengua propia como más suya y la lengua común como también suya , y actuar en consecuencia; esto es lo esencial. Diré sin ambages cómo entiendo yo ese "actuar en consecuencia"; y puesto que el caso de Galicia apenas plantea tal problema -hablo después de haber tratado a Cabanillas y Otero Pedrayo, a García Sabell y Ramón Piñeiro, a Cunqueiro y Filgueira Valverde-, me limitaré a examinar el que hoy veo en Cataluña y en Euskadi.

Consciente de los riesgos que entraña este procedimiento dialéctico, argüiré ad hominem; más precisamente, ad homines. Una y otra vez he oído hablar en castellano a los catalanes Pujol y Roca y a los vascos Ardanza y Arzalluz, y una y otra vez he percibido con gusto la fluidez, la corrección y el acierto de su elocución. Me pregunto ahora: admitiendo sin reservas que con mayor complacencia íntima y como más suya hablan la lengua catalana Pujo¡ y Roca, y la lengua vasca Ardanza y Arzalluz, ¿cabe negar que los cuatro usan como también suya la lengua común? A mi entender, no. Y si esto es así, y si la posesión de la lengua castellana es, como tantos creemos, un considerable bien cultural y social, ¿será mucho atrevimiento suponer que Pujol y Roca, respecto de los catalanes del siglo XXI, y Ardanza y Arzalluz, en cuanto a los vascos de ese mismo siglo, desearán sin reservas que con fluidez y perfección semejantes hablen como más suyo su idioma propio y como también suyo el idioma común de España?

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Pienso que este razonamiento seguiría siendo válido aun cuando, como el idioma italiano dentro de su reducido ámbito geográfico, sólo en la España peninsular e insular fuese idioma común el español; pero a la vez no dejo de pensar -no puedo dejar de pensar- que como suyo hablan hoy el español más de trescientos millones de habitantes del planeta, y que esta cifra seguirá creciendo durante el próximo siglo. Argumento de alguna importancia en el caso de pueblos que, como el catalán, el vasco y el gallego, legítimamente aspiran a proyectar hacia el universo mundo las expresiones de su particular realidad.

La enseñanaza

Supuesto lo cual, la consecuencia es obvia: para que los catalanes del siglo XXI hablen el catalán y el castellano como Pujol y Roca, para que los vascos de mañana hablen el euskera y el castellano como Ardanza y Arzalluz lo hablan, es necesario -así: necesario- que a los niños catalanes se les enseñe en catalán y en español, y en español y en euskera a los niños vascos; que no se relegue la lengua común a la condición de instrumento que ha de ser aprendido como y donde le parezca al presunto usuario; y, en definitiva, que se enseñe el castellano a los catalanes y a los vascos -y, por supuesto, a los gallegos- como modo de expresión que también es suyo, y que como suyo debe ser estimado. Tanto más deberá hacerse lo que propongo si, como es de justicia, es tenido en cuenta el hecho de que en Cataluña y Euskadi, no digamos en Galicia, son muchos los que en la lengua común tienen su primera lengua. Lo cual habría de ser correspondido por los catalanes, vascos y gallegos hispanohablantes aprendiendo como también suyo el idioma propio de la tierra en que viven.

Buena voluntad

Muy poco sé de pedagogía, y menos todavía de pedagogía idiomática; pero tengo la certidumbre de que mi propuesta, además de ser hispánicamente deseable, es técnicamente realizable, si para llevarla a término hay inteligencia y buena voluntad. Con buena voluntad en los que tienen como más suyo el idioma vernáculo y en los que como más suyo usan el idioma común, pronto sería realidad algo que España -esta España de las autonomías- perentoriamente necesita: una política idiomática atenta a lo que lingüísticamente es y debe ser la sociedad española y seriamente convenida entre el Estado central y los entes autonómicos, sean o no. partes de un hipotético Estado federal. Y sin buena voluntad por ambas partes, mucho temo que el proyecto de vida en común, en el caso de que llegue a formularse, sea más bien renqueante que sugestivo.

Con la lengua, la cultura. La cultura española no es, por supuesto, la que ha sido creada en la lengua común y va más o menos acompañada, si el español es culto, por la parva noticia de dos culturas menores y periféricas, la catalana y la gallega, y la todavía más parva de la cultura vasca; mas tampoco es el mosaico de unas cuantas culturas particulares' como parecen pretender los que desde el Noreste y el Noroeste de la Península postulan- la supresión del Ministerio de Cultura, y acaso el de Educación, en la estructura del paciente Gobierno de Madrid. La cultura española es -debe ser- el conjunto vario e intercomunicado de las edificadas en las diversas lenguas que en España se hablan. Ni deben ser considerados cultos los castellanohablantes que no tengan por también suyos a Ausias March y Rosalía de Castro, a Verdaguer y Curos Enríquez, ni los catalanes y los gallegos para quienes no sean también suyos Cervantes y Quevedo. Grave desaire sería hacer extranjero en Cataluña a quien hizo que Don Quijote descubriese en Barcelona, ahí es nada, el mar, la imprenta y la cortesía. Todo lo cual pide como agua de mayo un Ministerio de Educación y otro de Cultura que, de acuerdo con consellers, conselleiros y gobernantes vascos de buena voluntad, planeen y ejecuten, revisando y corrigiendo deficiencias y torpezas pasadas, una cultura varia e integral para todos los españoles, sean más cultos o menos cultos.

Sé de muy buena tinta que durante la última guerra civil se abofeteaba en los cuarteles de Pamplona a los reclutas baztaneses que hablaban entre sí en su lengua nativa, y todos recordamos que el monstruoso "hábleme usted en cristiano" no era infrecuente en la Barcelona recién conquistada. La justificada reacción contra los lamentables extremos de quienes a toda costa trataron de imponer la uniformidad nacional, ¿hará inviable en Celtiberia, sigamos con Ortega, un sugestivo proyecto de vida en común? Me resisto a creerlo. El problema consiste en saber cómo, sobre el sólido fundamento de una lengua y una cultura comunes, puede ser ofrecido ese proyecto a todos -o a casi todos- los que hoy viven y vivirán mañana entre el Bidasoa y Las Palmas.

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

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