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La secta

Antonio Muñoz Molina

Caminan por Madrid, y por cualquier ciudad, con un pesado aire de sonámbulos, arrastrando los pies, mirando el suelo o escarbando en las papeleras y en los cubos de basura, vestidos de basura ellos mismos, con zapatos cuarteados, con zapatillas de deporte viejas, llevando una bolsa de plástico o empujando un carrito de supermercado, un coche de niño recogido en algún muladar y lleno de desperdicios. Algunos, sobre todo las mujeres, permanecen siempre en la misma calle, refugiados de noche en el mismo portal, donde han establecido un simulacro de vida doméstica: un cartón para tenderse sobre el suelo, frío, un guiñapo en el que esconder la cabeza como debajo de una almohada para que no les hiera los ojos la luz de las farolas o la del escaparate junto al que duermen. Se les puede ver en cualquier ciudad a la que uno viaje: en París, en Nueva York, en Roma, en Granada uno ya sabe que va a encontrarse.con ellos, y que sus caras,y sus vestiduras cambiarán muy poco, como si permanecieran unidos y semejantes entre sí a pesar de las latitudes y los climas, como si todas las ciudades fueran exactamentela misma ciudad. No piden limosna no hablan con nadie, no miran a nadie. Cuando hablan, se hablan a sí mismos, o a un fantasma que provoca su ira y al qúe nosotros no podemos ver. Algunas veces, erguidos en mitad de una acera, adoptan ademanes proféticos, alzan la mano y esgrimen un dedo índice con la uña negra y afilada, y parecen a punto de proferir una maldición.Caminan por las ciudades como recorriendo un desierto, como peregrinos que se extraviaron hace muchos años y ya lo han perdido todo salvo el hábito de caminar. Las pupilas les brillan entre las greñas sucias, nos miran algunas noches desde la oscuridad de un portal. Pasamos a su lado o nos rozamos con ellos y, sin embargo, viven en otra ciudad y en otro mundo, en la locura, en el alcohol, en la soledad, en el interior de un silencio que no puede ser traspasado por nadie. No tienen nombre porque nadie les llama y porque alguno die ellos ni siquiera lo recuerda si se lo preguntan: dejaron muy atrás los nombres, se esconden o parece que persiguen a alguien, y cuando se miran en el espejo de una tienda no se reconocen, no llegan a saber quiénes fueron. Con la primera luz del día emergen de los subterráneos y de las casas en ruinas con un automatismo de insectos: cruzan la calle sin mirar el semáforo, se sientan al sol contra una pared y beben solitariamente un cartón de vino barato, atesoran desperdicios en un rincón deshabitado como si revisaran un valioso almacén, se desvelan en guardia para defenderlo.

Están en todas partes y se dice que son innumerables, pero en Madrid acaban de contarlos: hay 1.200 hombres y mujeres perdidos sin remisión en una ciudad de cuatro millones de habitantes, 1.200 miembros de una secta universal más rigurosa que todas las cofradías y sociedades secretas, y tal vez más antigua que cualquiera de ellas: locos, borrachos, viejos, enfermos de sida o de heroína, hombres y mujeres instalados más allá de la indignidad y de la desesperación, ajenos a la vérgüenza, rebeldes y hostiles a la caridad, a toda ayuda y a todo consuelo. Otros piden limosna, exhiben mutilaciones, acuden a los albergues en busca de una tregua contra el frío o el hambre, alientan vagamente el propósito de ser comunes: ellos, los miembros de la secta, no esperan nada ni piden nada, se niegan furiosamente a ser rescatados de los muladares y las calles, se cobijan como animales en las noches de invierno y de cuando en cuando amanecen muertos junto al zaguán de un cajero automático.

Uno pasa junto a ellos y procura no mirarlos: nos roza el olor inmundo de su cercanía, un hedor de suciedad inmemorial, de vino malo y ropa empapada y recocida en orines. Detrás de esa máscara, de esos ojos que brillan, debajo de los cartones amontonados, de las hojas de periódico, de los harapos que se remueven en la sombra de un callejón late una vida igual a la mía, hay una conciencia y seguramente una memoria. Sería preciso viajar al Interior del alma de uno solo de estos hombres para saber no lo que piensa, sino lo que está viendo, para vivir y contar lo que ellos guardan tan codiciosamente en secreto: ven otra ciudad, recorren otra geografia del mundo que está delante de nosotros y nosotros no vemos. La desconoceríamos si pudiéramos verla, se nos volvería aterradora, tan inhumana y vasta como una selva en la que se reunirían las amenazas idénticas de todas las ciudades: Calcuta, Babilonia, Bagdad, Madrid, son nombres que sin duda no significan nada para los miembros de la secta. Pisan las mismas calles y respiran el mismo aire que nosotros, pero tal vez han elegido vivir prematuramente en el reino de los muertos.

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