Hotel Gloria
En una de sus ventanillas, el taxi que me conducía al hotel que me había reservado el Ayuntamiento de Río de Janeiro llevaba pegado un cartel con la siguiente inscripción: "Eco 92, Río: el centro del mundo".No pude evitar la sonrisa ante lo que me pareció una prueba más de la simpática exageración tropical. Faltaban tres días para el inicio de la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo. En la entrada y en el hall del hotel Gloria había más movimiento que el habitual, pero aún era posible contemplar sin agobio las dimensiones y detalles de aquel magnífico edificio proyectado por el arquitecto francés Joseph Gire, el mismo que concibió el mítico Copacabana Palace.
Se estaban ultimando los preparativos del Fórum Global, el gran encuentro de orgañizaciones no gubernamentales, cuyo centro iba a localizarse precisamente en mi hotel, extendiéndose por el vecino parque del Flamengo, donde se instalaron tiendas y anfiteatros. Paralelamente, por toda la ciudad se desarrollaban un sinfin de reuniones, tales como la Eco Ciencia, la Eco Urbe, la Forest, el encuentro internacional de partidos verdes, el encuentro mundial de las naciones indígenas y numerosas manifestaciones culturales y artísticas.
Cuando la víspera de la conferencia oficial se inauguró el Fórum, un barco vikingo repleto de niños del mundo entero se acercó a la playa, con mensajes ecologistas. A partir de aquel momento, el hotel Gloria fue un incesante entrar y salir de gentes de todos los países, etnias, elegancias, profesiones e ilusiones.
De allí también salió el autobúsquenos llevó al Riocentro, sede de la conferencia, a los representantes de las ciudades que habíamos conseguido abrir un hueco en una programación que nos había olvidado. Extraño lapsus cuando es sabido que en el umbral del milenio más de la mítad de la población mundial habitará en las ciudades. Paradójico, además, porque en todos los foros, incluidos los de la conferencia, se repetía sin cesar, y para mi sorpresa, la máxima ecologista "pensar globalmente, actuar localmente". Si han olvidado llamar a las ciudadespara pensar, cabe preguntarse qué harán los Gobiernos con ellas a láhora de actuar.
A pesar de estos olvidos y de otros, probablemente más graves, no dudo en calificar la conferencia de los Gobiernos de rotundo éxito. En efecto, aunque el atractivo de la ciudad, la adecuación perfecta entre la naturaleza del drama -en este caso, el drama de la naturaleza- y el escenario urbano donde se representaba hayan tenido su importancia, más de un centenar de jefes de Estado no se despla zan a la vez, ni siquiera al paraíso, si lo que está en juego no es trascendental y si no hay una minuta de acuerdos significativos esperando por su firma.
Sin embargo, para apreciar la magnitud impresionante de lo que estaba ocurriendo en aquella maravillosa ciudad, no he encontrado mejor lugar de observación que el hall,del hotel Gloria. Lamentablemente, la sucesión de actividades no me ha permitido sentarme más allá de unos minutos en alguno de sus sofás rococó para contemplaf detenidamente el tránsito, pertinaz y colorido, entre el portal y el ascensor. Pero ni la brevedad de las pausas me ha negado algunos encuentros, como el de una mujer mágica de Minnesota rebautizada por los indios, según me dijo, con el nombre de Moonstar. Una noche me presentó a un abatido hombre rubio y robusto al que estaba consolando porque lo habían expulsado de la tienda donde se reunían los'indios, quienes no creyeron que aquél pudiera ser el representante legítimo de los aborígenes australianos, tesis que el rubio sostenía. Moonstar, que probablemente no concebía la mentira,trató de explicarme que para ser indio legítimo no hace falta poseer la sangre india, sino que basta con serlo en el corazón y en el espíritu. Asentí, pero menos a la verdad de lo que decía que a la verdad con que lo decía. Me regaló con el anuncio de que el Dalai Lama iba a dirigir una meditación ecuménica que tendría lugar'en el parque del Flamengo, justo frente al hotel, a las seis de la manana.
No falté. Dudo que alguna religión no estuviera allí representada. Llevaban una noche de vigilia, pero el Dalai Lama llegó cuando el sol acababa de nacer. Una corriente de emoción anunció su llegada. Paul Winter evocó el sonido de las ballenas y los lobos. Hablé Dom Helder Camara, pequeño y omnipresente, y después, como un ángel de la mañana, Olivia Byinton cantó Asa branca (Ala blanca), una canción del noreste brasileño que puso en pie a la asamblea y entrelazó sus manos. Entonces se levantó también el Dala¡ Lama y, después de abrazarse a Olivia, tomó la palabra para decir sencillamente que la,humanidad había creado algunos problemas en su relación con el planeta y que ahora correspondía a ella resolverlos; para ello hacía falta voluntad y determinación, las cuales sólo podía alimentarlas un buen estado de espíritu, preparado a través del ejercicio de la compasión y del afecto hacia los demás, y mantenido no necesariamente por medio de las religiones, sino de otras cosas, como la música que acabábamos de oír.
Aquella misma manana, en una tienda próxima, Ségoléne Royal, bronceada y a punto de parir su cuarto hijo, sonriente y algo asustada, respondería con inusual candor a todas las preguntas de una numerosa platea. Escuchando a la ministra francesa, me dije si no sería un signo de los tiempos la transformación de la inocencia en fuerza política.
Nunca se han visto tantas plateas ni tan numerosas como en el memorable encuentro por el planeta de Río de Janeiro. Quien allí haya estado certificará que, a partir de ahora, la Tierra gira de otro modo, pudiendo producir centrifugaciones desconcertantes de quienes no se adapten a su movimiento. Mientras Bush a lo le os daba la nota discordante, la repentina aparición por la puerta del Gloria de Jerry Brown, el ex gobernador de California que supo rodearse tempranamente de ecologistas, la consideré también un buen presagio.
Cuando por fin llegó la hora de tomar el camino del aeropuerto, comprobé que mi último taxi llevaba un cartel idéntico al primero, y no sonreí. Conjeturé entonces si en el país al que me disponía a regresar, no habría empezado ímperceptiblemente un nuevo atraso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.