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Unidad europea

En los últimos siglos, el continente ha producido cuatro monstruos de la sinrazón; el oscurantismo de la contrarreforma; el absolutismo monárquico y dos guerras mundiales, hijas del imperialismo y el fascismo, epifenómenos a su vez del más histérico y ciego nacionalismo.Pero la vieja Europa fue capaz de reaccionar con movimientos culturales, sociales y políticos superadores. La Ilustración alumbró la modernidad. La idea de Constitución, vinculada a los valores de la Revolución Francesa, inició en el siglo XIX el camino a la democracia. Las luchas obreras y la intervención pública en la economía crearon el Estado social. Por último, el proceso de integración europea es el gran legado del siglo XX para un espacio político tan sensible como el que habitamos.

La unión europea es, en efecto, un proyecto objetivamente antihegemonista y pacificador, que sitúa a Europa en el camino de la autonomía respecto a las mayores potencias de fin de siglo: Estados Unidos y Japón. Lo anterior explica que nunca haya estado en la tradición de la izquierda española el anticuropeísmo, que ha sido más bien una herencia de la más reaccionaria derecha y del franquismo.

La apuesta por Europa es, sin duda, una seña de identidad de la democracia española. Tanto es así que en la propia Constitución, pensando en Europa, se introdujo un artículo, el 93, que por anticipado preveía -y prevé- la atribución a la misma de poderes políticos derivados de la Constitución. Hasta hoy, cada paso que se ha dado en la integración de la Comunidad ha sido refrendado, sin ninguna reserva, por todas las fuerzas políticas y sociales de nuestro país. Eso ha sucedido con el Tratado de Roma y con el Acta única.

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A la vista de estos precedentes, sorprende que desde ámbitos de la izquierda se haya puesto en cuestión el proceso de integración europea expresado en el Tratado de Maastricht, que es, con sus insuficiencias, el mayor avance de naturaleza política que se ha dado, quebrando así 30 años de estrategia europeísta de toda la izquierda española.

El Tratado convierte a la Comunidad Económica Europea en una Unión políticoeconómica, con un contenido que no debe despreciarse. En Maastricht hace su aparición la ciudadanía europea, con contenidos limitados (libre circulación y residencia, derecho al sufragio activo y pasivo), pero conceptualmente válidos para interesar a los pueblos en algo que ha adolecido de frialdad, tecnocracia y alejamiento. La unión europea da un tímido paso, es cierto, hacia la cooperación en política exterior y de defensa, en asuntos de interior y justicia, pero, al menos, europeiza esas políticas, que hoy campan por sus respetos, en la más absoluta clandestinidad, en manos de los ministros de turno, sin ninguna referencia comunitaria.

Pero sobre todo, el Tratado registra un cambio en nuevas políticas transferidas a la unión, que permite que se pueda configurar una verdadera estrategia transformadora, naturalmente sí quienes ocupan la dirección política así lo desean (política social, cultura, sanidad, consumidores, infraestructuras, industria, investigación, cooperación al desarrollo y cohesión económica y social a través de un fondo). Son políticas que pueden ayudar a equilibrar lo que hasta ahora ha ocupado casi en exclusiva a la Comunidad: el libre mercado.

En cuanto a la política social común que Maastricht establece a 11 (sin el Reino Unido), aun cuando subsidiaria de la de los Estados, puede extenderse a aspectos como las condiciones de trabajo, la igualdad entre hombre y mujer, la seguridad social, la protección de los trabajadores, la representación y defensa de éstos y el fomento del empleo. No es, pues, casual que la Confederación Europea de Sindicatos haya dado un sí crítico a Maastricht.

Maastricht da un paso histórico en la política monetaria (al crear la moneda única) y da un paso mucho más limitado en la democratización de sus estructuras, pero no puede decirse que no se avanza nada. El Parlamento Europeo consigue la colegislación en materias como la libre circulación de trabajadores, el mercado interior, la educación, I+D, medio ambiente, infraestructura, sanidad, cultura, protección de consumidores, ciudadanía europea y acuerdos internacionales. Asimismo, mantiene una capacidad de influencia en las demás políticas. El déficit democrático subsiste, pero no se colmará diciendo no a Maastricht, sino, apoyándose en el Tratado, seguir presionando e impidiendo la entrada de nuevos socios mientras no quede resuelto este tema. El propio Tratado es consciente de sus limitaciones y prevé su propia reforma para 1996. Ese plazo deberá, a nuestro juicio, acortarse para lanzar una propuesta ambiciosa de Constitución para la unión cuyo mejor colofón pudiera ser un referéndum a nivel de Europa.

Por el contrario, la idea de renegociar Maastricht supone, en la práctica, al margen de la intención, decir no a Europa. Significaría previamente decir no al Tratado y, por tanto, un parón del proceso en un momento delicadísimo de Europa; a la postre, un retroceso ante la presión de los que sólo quieren un espacio económico y monetario. Con una ampliación a las puertas de países ricos -Austria, Suecia, Noruega, Suiza, etcétera-, un no a Maastricht es un descalabro para los países del Sur, que verían volatilizarse la tímida dimensión política y social de la unión que los puede compensar de su inferioridad económica.

No nos engañemos. Un no a Maastricht no sería el medio para hacer más democrátrica y social la unión, sino para volver al concepto thatcheriano de Europa, que es algo muy parecido a un gran hipermercado, sin más compromisos. Por eso, hoy, el recambio a Maastricht no es un avance impetuoso a una Europa solidaria y democrática, sino a la insolidaridad, los egoísmos estatales y las dificultades del centrifugismo político. El no danés apunta en esa dirección; el paquete Delors II está en peligro.

La izquierda entiende mucho de esos fenómenos y sabe qué sectores sociales pierden más en momentos de involución y de sálvese quien pueda. No es admisible, por tanto, que frente a Maastricht se proponga una abstención, que es mucho más incomprensible que un no, cuando, por otra parte, decimos con razón que la abstención es el gran peligro de nuestra democracia.

¿Cree alguien que ante un tema de la trascendencia de Maastricht una fuerza política con voluntad de gobierno puede abstenerse? Maastricht es un peldaño hacia la unión política, hacia la irrupción de lo político. No hay otro instrumento real a la vista para ello. Ése es el valor y el límite del Tratado de la Unión.

Por eso hay que decir sí al Tratado aprobado en Maastricht, aunque haya protocolos y declaraciones, también aprobados en la ciudad holandesa, que no tengan por qué ser compartidos.

La sociedad española debe entrar en esta discusión, que ya se ha iniciado precisamente porque Maastricht supone un salto cualitativo a otra dimensión de la integración europea, lo que ha sido captado de inmediato por la sensibilidad popular. Hay que decir que el Gobierno de González ha actuado a este respecto con una nula capacidad para entender lo que nos jugamos. Ayudando a identificar Maastricht con ajuste, disminución drástica de prestaciones sociales, se ha convertido en un aliado perfecto del antieuropeísmo.

El Gobierno de González ha visto Europa como una operación casi palaciega y no se ha preocupado por motivar a la población en una convergencia política y económica real. Ha instrumentalizado Maastricht para su política antisocial y antisindical. Nuestro país necesita una nueva dirección política que sepa trabar y vincular el proceso de unión europea con el progreso social. Ésta es la otra componente esencial del debate de Maastricht. Una nueva política económica y de libertades para España en la orientación hacia Europa.

Si este debate debe culminar o no en un referéndum dependerá del grado de discrepancia o consenso que sobre Europa exista en la sociedad española, después de una profunda información a la misma. Hasta ahora ésta ha sido una cuestión pacífica y estabilizadora. Esperemos que las torpezas del Gobierno no conviertan en dramático lo que ha constituido una seña de identidad muy personal de nuestra democracia.

Suscriben este artículo Cristina Almeida, Alonso Puerta, Francisco Palero, Pablo Castellano y Juan Berga.

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