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Miseria en Haití, miedo en Guantánamo

Temor entre los haitianos ante la decisión norteamericana de cortar el flujo de refugiados

En la base norteamericana de Guantánamo, enclavada en Cuba, es dificil distinguir a los haitianos considerados por EE UU como posibles refugiados políticos de los que serán repatriados en breve: todos llevan el mismo brazalete numerado, las mismas ropas "sucias y viejas, y comparten el mismo temor por el peligro que les acecha si regresan a su país. Sin embargo, el Gobierno norteamericano ha decidido interrumpir el flujo de migración y está decidido a impedir la llegada de los que huyen de Haití.

Cuesta trabajo creer que 11.538 personas hayan atravesado los peligros del mar para hacinarse en tiendas separadas por alambradas donde tienden su ropa, para vivir entre cuatro metros cuadrados de tela caqui, separados del resto del barracón por una sábana o una cortina de plástico. Todo su espacio vital se reduce a un catre. Dormitan, juegan al dominó y a las cartas y prefieren las judías y el arroz a las comidas preparadas norteamericanas. Su única ocupación es esperar el veredicto de las autoridades. Algunos, como Oleis Gilbert, no tendrán que esperar mucho más. "Estoy triste y tengo miedo", dice este hombre de 24 años mientras abraza a su mujer, una joven con el pelo revuelto y la cara sucia y sudada. Después de un mes de espera, su solicitud de asilo ha sido rechazada y, al igual que el resto de la fila de los que esperan ser repatriados, vuelve al lugar del que salió huyendo. La cola va decreciendo, como mucho faltan quince minutos para que se inicie la repatriación. Oleis sigue lamentándose sin esperanza. Para estos centenares de hombres, mujeres y niños, vestidos con ropas de tergal pasadas de moda y camisetas con paisajes que nunca han visitado, la aventura norteamericana termina en esta base tropical que Estados Unidos estableció en Cuba en 1898, cuando estaba en guerra con España.

2.000 a la semana

Desde el montículo que domina la antigua pista de aterrizaje convertida ahora en un campo de acogida, el general de la base, Kenneth Simpson, contempla el horizonte: "A partir de la orden [de repatriación] vamos a ver cómo decrece el número de haitianos". Con la misma precisión y certeza con la que lleva el pelo cortado al uno, el militar añade: "Tenemos capacidad para repatriar una media de 2.000 a la semana".El general Simpson sabe de lo que habla. Mientras hace estas declaraciones todos los efectivos navales de la bahía están operando en las aguas que los separan de Haití, recogiendo a fugitivos. Ayer, 753 refugiados fueron interceptados en alta mar y devueltos a Puerto Príncipe, la capital haitiana.

El Gobierno estadounidense, que argumenta que la mayoría de los aspirantes a refugiados que ha recibido ocultan bajo sus argumentos de persecución política razones puramente económicas, no tendrá que preocuparse durante mucho tiempo por sus problemas de abastecimiento de agua en la base. También dejará de ser un problema la sobrepoblación de haitianos que, desde el mes de septiembre, cuando un golpe de Estado derrocó al presidente legítimo de Haití, Jean Bertrand de Aristide, y dio al traste con su proyecto democrático, se lanzaron en pequeñas balsas a un mar plagado de tiburones para huir de su país.

La mafiana del jueves, dos centenares de haitianos se disponían a regresar a su país, cargando la misma bolsa de plástico en la que traían todas sus posesiones.

El silencio presidía la nave. Las miradas de los haitianos reflejaban tanta tristeza como resignación. Algunos metían papeles en los bolsillos de los visitantes con su número de identificación y una petición de auxilio: "Sé que voy a morir si vuelvo. Necesito ayuda". Otros, como Zamni Vixamar, exhibían por enésima vez su carné del partido de Aristide y una carta firmada por el propio presidente para probar que podía ser el objetivo de una represalia por parte de los golpistas. "No me pueden mandar de vuelta. Tienen que protegerme", argumenta inútilmente.

Algunos habían traído balas en la mano para probar que han sido atacados o, con la misma inocencia que Marievane Solien, de 12 años, no tenían más argumento que repetir que el peligro les espera en Haití. No había reacciones de histeria, sólo silencio. Marievane, vestida con un traje azul de encajes y sus sandalias de plástico, se disponía a partir con sus padres y sus cinco hermanos menores en el próximo barco sin haber conseguido llegar a las costas del continente americano.

Los militares que devuelven a los refugiados están inmunizados ante todas las tragedias personales que en cada envío se reproducen en este hangar: "Los primeros días te parece difícil, luego ya te acostumbras", explica uno de los sargentos. Esta actitud les permite realizar su trabajo asépticamente, sin que el drama colectivo de este pueblo les acelere la compasión o el pulso. En la última semana, 1.267 han navegado de vuelta a Puerto Príncipe y sólo 200 han volado hacia Florida para iniciar el largo proceso de su petición de asilo.

"Inocentes"

El director del programa de inmigración, encargado de separar a aquellos susceptibles de asilo de los que deben ser repatriados, Rick Inzurizu, explica: "Se cambian [los haitianos] los brazaletes de noche y cruzan las alambradas hacia las zonas donde instalamos a los que vamos a trasladar a Florida, para ver si creando confusión consiguen su objetivo. Sin embargo, a pesar de ser muy insistentes en sus propósitos, son bastante inocentes; es fácil descubrir que vienen huyendo de la miseria y no por una persecución política, ideológica o religiosa". El proceso al que se somete a los recién llegados no puede considerarse ni siquiera un lejano eufemismo de bienestar. Tampoco el ambiente de esta base, donde fornidos hombres y mujeres con gafas de sol y uniforme de campaña trasladan a hileras de tristes haitianos, encaja con la imagen del país donde la estatua de la Libertad simboliza varios siglos de acogida de emigrantes.

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