Una voz en el teléfono
No han esperado, no han rogado en silencio, no han tenido que administrar el deseo, la temeridad, la astucia. Las manos, al extenderse en el aire, no tocan una piel ni acarician cabellos y el dedo índice no sigue con una lenta atención el dibujo de una boca. Tienen seguramente los ojos cerrados, pero si los abrieran no verían a nadie, de modo que los entornan para que fluya entre los párpados una penumbra que desdibuja las cosas o una oscuridad en la que las voces adquieren calidad de presencia. Los dedos no han rozado una piel, pero sí el filo de una tarjeta de crédito: el índice ha pulsado, no sin un cierto temblor, un número de teléfono, y la boca entreabierta, que no conocerá la densa dulzura de otra boca, humedece la materia plástica y lisa de un auricular. Ese calor levemente húmedo que permanece en el auricular hasta unos segundos después de haber colgado el teléfono se parece un poco a la temperatura de un cuerpo, pero también tiene algo de la fiebre que dura en los tejidos sintéticos de los hospitales, en los guantes de goma, en la goma de las bolsas de agua caliente. Hay hombres solos que aprietan los párpados cerrados y que no verían a nadie si se atrevieran a abrirlos. Escuchan una voz lenta y tan próxima como una lengua que les humedeciera el oído, pero esa voz tiene un nombre falso y procede de un cuerpo que ellos nunca verán ni podrán tocar, y la cara que imaginan y casi llegan a ver en un rápido paroxismo que los relojes abrevian no existe. Al cabo de ocho o diez minutos la voz se extingue y ahora suena en el oído la señal de una comunicación interrumpida. El hombre cuelga el teléfono, que tal vez estaba sobre la mesa de noche de un hotel, se acomoda ¿sumariamente el pantalón desabrochado, no se incorpora todavía, tarda un poco en decidirse a abrir los ojos, como el perezoso que se niega a despertar.No hay incertidumbre ni riesgo, no es preciso rehuir una nada mientras crece el jadeo para no ver en ella la mentira o la rencorosa indiferencia, no hay que tolerar luego un silencio fracasado y hostil y ni siquiera es preciso el trámite y la vergüenza de entregar unos billetes de banco. No hay otro cuerpo para ser abrazado o para inclinarse sobre él con ademanes sedientos. Sólo existe la voz de una mujer que pronuncia muy lejos palabras perentorias y sucias y finge un susurro abrasado para imitar y excitar el deseo, una telefonista mercenaria que roza con los labios el plástico curvado del auricular y sabe que durante unos minutos está siendo imaginada e inventada, y que tal vez, al mismo tiempo, imagina e inventa, sabe, es capaz de adivinar, sonríe con desgana, examina distraídamente las uñas largas y pintadas de su mano izquierda, la que tamborilea con dedos impacientes sobre la superficie de una mesa y sostiene un cigarrillo que aún no se habrá consumido cuando se escuche en el teléfono el estertor del hombre, su silencio póstumo, desengañado y culpable.
No escribo de cosas irreales: en este mismo periódico, en la sección de anuncios por palabras hay números de teléfono y mensajes que invitan, que prometen sueños de lujuria impune con el misterio aséptico de las transacciones magnéticas. Me cuentan que algunas de las voces de mujeres que pueden escucharse proceden de contestadores automáticos instalados en Hong Kong, y que las palabras cuyo precio paga minuto por minuto el amante imaginario están grabadas en una cinta y se repiten tan heladamente como las que nos dan las gracias en una máquina de cigarrillos o nos advierten de que el número marcado por nosotros no existe. "Voy a apagar la luz para pensar en ti", dice en un bolero el amante a la mujer que yace a su lado. Como quien abraza un cuerpo y cierra los ojos para otorgarle otra cara, como quien dice un nombre y piensa en otro, como los amantes urgidos por la desesperación de no poder adivinarse el pensamiento y de no saber si están sintiendo al mismo tiempo la misma clase de deseo, el hombre que llama por teléfono y paga por escuchar una voz que lo aliente y lo excite imagina el amor como un comercio de sombras y un juego de alucinaciones en el que lo único cierto es la soledad y la distancia.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.