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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Modales divergentes

LA PRESENTACIÓN en el Parlamento del programa de convergencia con Europa ha suscitado una serie de reacciones que, por el momento, no satisfacen para nada el imprescindible debate sobre el destino de la economía española.Es cierto que la tradicional autosuficiencia del Gobierno en el diseño de la política económica no ha facilitado la conciencia por parte de la sociedad civil de que con este programa nos estamos jugando no sólo el equilibrio abstracto de las grandes magnitudes macroeconómicas, sino la calidad de la vida cotidiana de todos los ciudadanos para mucho tiempo. Pero el problema se agudiza ante intervenciones como las que han tenido hasta ahora algunos de los partidos políticos de la oposición, y las declaraciones de varios dirigentes sindicales, que no parecen dispuestos a aprovechar esta ocasión excepcional para presentar sus alternativas específicas a la política económica, más allá de las globalizadoras y descontextualizadas críticas, muchas veces teñidas de demagogia.

El principal paradigma de este vacío programático es el Partido Popular (como primer partido de la oposición), que, tanto en la conferencia de prensa anterior a la intervención de su portavoz en el Parlamento como en la propia comisión mixta Congreso-Senado, ha puesto de manifiesto la distancia con la que parece contemplar su acceso a las tareas de gobierno y el elementalismo que orienta sus criterios e ideas sobre lo que hay que hacer con la economía de este país.

No son pocos los elementos de este programa de convergencia susceptibles de crítica y de revisión: las hipótesis voluntaristas sobre la tasa de crecimiento y sus componentes; o la contribución de ese crecimiento a la reducción del déficit público hasta los niveles propuestos por el Ejecutivo; o la capacidad para neutralizar al ritmo previsto las tensiones en los precios de los servicios; etcétera. Éstas y otras cuestiones hubieran constituido referencias centrales sobre las que basar sus posiciones. Por ejemplo, sus alternativas técnicas -no ideológicas- se deberían haber concretado en ese capítulo de las reformas estructurales, incorporado en el programa del Gobierno de forma tan sumaria en los enunciados como desequilibrada en las prioridades en su aplicación. Nada de esto ha estado presente en el discurso conservador.

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Por lo que se refiere a los líderes sindicales, hasta ahora han localizado sus exclusivas y beligerantes críticas en las medidas relativas a dotar de mayor flexibilidad al mercado de trabajo y a reducir el gasto público a él asociado. Pero esas críticas han estado más rellenas de insultos y descalificaciones que de contenidos. A casi nadie se le ha oído mencionar, por ejemplo, la existencia de fraude en el desempleo, aspecto de la vida pública que no es precisamente desconocido.

Muy pocos analistas dudan de la necesidad de conseguir los tres objetivos propuestos en este área: movilidad funcional y geográfica, mejora de los procesos de búsqueda de empleo y potenciación de la formación profesional.

El decreto en cuestión altera significativamente el sistema de prestaciones por desempleo (la cotización mínima, la duración y la cuantía de la prestación), tratando de reducir su peso específico sobre el gasto público y de eliminar las anomalías y corruptelas vigentes en el actual sistema. La reacción de los sindicatos ha marginado la trascendencia del programa de convergencia -incluso el diagnóstico del propio mercado de trabajo en su funcionamiento actual- para centrarse exclusivamente en la merma de los derechos adquiridos que ese nuevo decreto introduce y, sobre todo, en la forma elegida para su implantación: la urgencia alevosa de un decreto.

Es seguro que medidas como las tomadas hubieran tenido mayor legitimidad social si hubieran estado precedidas de un intento de consenso, del que no ha hecho gala el Gobierno. Pero el método elegido no justifica la gravedad de las amenazas de conflictividad generalizada o, incluso, de una huelga general con la que algunos líderes sindicales se han despachado en los últimos días. Si, una vez más, el procedimiento empleado por el Gobierno en la presentación del programa es poco consecuente con la parquedad de resultados que puede exhibir de la coyuntura, las respuestas de las fuerzas sindicales corren el riesgo de polarizar las actitudes de los ciudadanos sacrificando lo que de imprescindible y conveniente tiene ese programa.

Tiempo hay, todavía, para tratar de concitar en tomo al programa de convergencia -que exige sacrificios- las voluntades políticas, empresariales y sindicales que permitan transitar hacia un horizonte de integración europea, sin la crispación que se está generando. Pero el reto es tan necesario y urgente que, aun en el caso de no contar con los apoyos precisos, el Gobierno tiene la obligación de ponerlo en práctica. Así, cada cual asumirá públicamente sus responsabilidades, sus riesgos y sus intereses.

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