El caballero del fracaso
El Quijote de Scaparro, adaptación teatral de Rafael Azcona y Tullio Kezich, se estrenó, en italiano, en el Festival del Due Mondi de Spoleto en 1983. Era el inicio de una ambiciosa aventura multimediale (teatro, cine y televisión) que Scaparro llevaría felizmente a término. Al mismo tiempo, era la continuación de un discurso sobre la utopía que el director había desarrollado en sus anteriores montajes de Hamlet y Cyrano con el actor Pino Micol, que sería también el Quijote italiano.El Quijote tuvo un gran éxito, viajó por Europa y Estados Unidos, y pudo verse en Almagro. Ahora, nueve años después del estreno, vuelve aquel Quijote notablemente enriquecido, sensible al terremoto histórico e ideológico operado en los últimos años, convertido en pieza emblemática, espectáculo estrella de la Expo de Sevilla. Y vuelve en la lengua de Cervantes, con el mismo adaptador (Azcona), el mismo escenógrafo (Francia), el mismo vestuario (Luzzati), el mismo músico (Bennato), el mismo iluminador (Escamilla), el mismo director (Scaparro), pero con dos nuevos intérpretes principales, dos actores de campanillas: Flotats -Don Quijote- y Echanove -Sancho Panza-.
Don Quijote
Fragmentos de un discurso teatralDe Rafael Azcona y Maurizio Scaparro. Intérpretes: Josep Maria Flotats (Don Quijote), Juan Echanove (Sancho Panza), Antonio Medina, Carmen Robles, César Oliva, Carola Manzanares, Izaskuri Martínez, Pedro Olivera, Cherna del Barco Maximiliano de Elduayen: Francisco Javier Romanos. Escenografía: Roberto Francia. Vestuario: Emanuele Luzzati. Música: Eugenio Bennato. Luces: Teo Escamilla. Dirección: Maurizio Scaparro. Teatro Valle (Teatro di Roma), Roma, 6 de abril.
No se trata, claro está, de una adaptación de la novela, de la totalidad de la novela cervantina; se trata más bien de la adaptación de una selección de fragmentos, de fragmentos -como indica el mismo título- de un discurso teatral. A raíz de su estreno, en 1983, Scaparro puso el acento en lo barthesiano del título, afirmando que la locura del personaje cervantino nace precisamente de la extrema soledad amorosa de Don Quijote, de ese suicidé d'amour, para utilizar la expresión del propio Barthes (Fragments d'un discours amoreux, 1977). Punto de vista harto discutible, a tenor del texto cervantino, y que más bien parece cuadrar con la locura del Orlando furioso de Ariosto. Junto a esta extrema soledad amorosa, de la que yo me guardaría de culpar a Dulcinea, y que actúa como motor del espectáculo, Scaparro se apropió de una idea de Foucault: la verdad del teatro no es otra que la ilusión, y el escenario el espacio más próximo a la locura.
Partiendo de ambas premisas, Scaparro construye un espacio mágico, un viejo teatro abandonado y en ruinas, materialización de la imagen barroca del theatrum mundi, en la que, al iniciarse el espectáculo, irrumpe la tropa de cómicos de Angulo el Malo (Don Quijote, II, 11), los cuales hallan un viejo arcón lleno de libros: Amadís de Gaula, Tirante el Blanco, Orlando furioso, Cervantes... Y apenas pronunciada la palabra Cervantes, un haz de luz descubre en el fondo de la escena a Don Quijote en camisón, instalado en una desvencijada butaca...
Todo el espectáculo (de 1 hora y 50 minutos de duración, sin interrupción) va a ser un juego entre la realidad y la ilusión en el que los cómicos van a encarnar los fantasmas del ingenioso hidalgo bajo la cómplice mirada del público y de Sancho.
Evidentemente, hay mucho de la novela que se queda fuera del escenario, pero Scaparro ha sabido recoger lo mucho de teatral hay en la novela, potenciando el retablo de Maese Pedro (Don Quijote, II, 24), un precioso teatrillo de pupi siciliano, y, ya al final del espectáculo, la aparición de la compañía de Angulo el Malo, en un carro de mulas conducido por un demonio.
Toda la magia de la novela -y del teatro- están presentes en el escenario del romano teatro Valle y a buen seguro que brillarán aún con mayor fuerza en el Lope de Vega. Pero al margen de esa magia, evidente, lo que principalmente retuvo mi atención fue la escena en la que el Caballero de la Blanca Luna vence a Don Quijote (11, 64). Escena en la que el caballero, molido y aturdido, dice: "Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra".
"Hay un aspecto bajo el que Don Quijote de la Mancha es y continuará siendo inatacable, recto, sin tacha: el fracaso", escribe Fernando Savater en sus Instrucciones para olvidar el 'Quijote'. "En este mundo de victorias prefabricadas, todo triunfador suena un poco hueco y en cambio la derrota tiene un grato aroma de sinceridad", concluye Savater. Pues bien, ese "aroma de sinceridad" es el que despedía el Quijote que vi en el teatro Valle. Ahí reside la fuerza de ese discurso teatral y utópico.
El Quijote de Flotats, preocupado tal vez el actor por desprenderse de todo quijotismo, de toda retórica, por no ponerse estupendo, pierde a veces consistencia y se toma blando. A veces, no siempre. Uno apetecía ver el juego entre caballero -caballero del fracaso- y escudero una relación teatral más próxima a la de Max Estrella y Don Latino, los personajes de Luces de Bohemia, pero Flotats, con la complicidad de Scaparro, lleva el juego hacia su terreno, más intimista, como si quisiera descubrirnos un Quijote secreto, un niño viejo, que se va haciendo viejo, diría yo. En cualquier caso, se trata de una interpretación muy medida, muy precisa, y muy personal, que dará de qué hablar, a favor o en contra. Juan Echanove vuelca sobre el escenario su talento y su humanidad, y logra un Sancho Panza espléndido. Hay entre ambos, caballero y escudero, momentos de gran teatro, hechos de silencios, donde la sola mirada del escudero lo dice todo. El resto de la compañía cumple bien.
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