Cara a cara con un visionario
Con carácter itinerante, recala ahora en Madrid esta exposición retrospectiva del norteamericano Clyfford Still (Grandin, Dakota del Norte, 1904-Baltimore, 1980), sin duda uno de los protagonistas mayores de la mítica Escuela de Nueva York, aunque fuera al final el que más apartado vivió de la potente megalópolis, convertida, tras la II Guerra Mundial, en la capital internacional de la vanguardia artística gracias precisamente a los llamados pintores del expresionismo abstracto.Constituida la muestra básicamente con los fondos de las colecciones de la Albright-Knox Art Gallery, de Buffalo, y del Museo de Arte Moderno de San Francisco, los 36 cuadros que la componen, seleccionados entre los representativos de las diversas etapas que caracterizaron la trayectoria de Still, la convierten en un acontecimiento excepcional, que refuerza aún más su interés al ser presentada en nuestro país, donde no se había tenido antes la oportunidad de contemplar adecuadamente la obra de este genialmente intenso artista.
De hecho, hasta el momento en España habían tenido lugar exposiciones individuales de De Kooning, MotherweIl, Rothko, Guston y Gorky, pero entre las decisivas que faltaban estaba la de Still, quizá la más difícil de organizar, ya que, junto a los enrevesados problemas que se plantean al tratar de lograr un conjunto significativo de piezas de cualquiera de éstos, elevados a la categoría de héroes legendarios, se añadían en este caso los peculiares de este pintor que reiteradamente se negó en vida a que su obra fuera expuesta sin las más estrictas condiciones y que apenas quiso vender. Por todo ello, lograr exhibir una buena retrospectiva de Still supone toda una hazaña.
Por lo demás, las peculiaridades anecdócticas que singularizaron la vida y la precaria difusión social de la obra de Still no son separables de la muy exigente y radical concepción del arte que tuvo y mantuvo sin el menor desmayo su autor, uno de los pocos, junto a Pollock, que logró interesar en el momento históricamente clave a las dos primeras damas tutelares del entonces nuevo movimiento artístico americano: Peggy Guggenheim y Betty Parsons.
Pero ni este éxito inicial, pronto transformado en sustanciosas ganancias económicas y en una fama legendaria, impidió que Still se retirara fuera de la escena -en 1961 abandonó Nueva York y se instaló lejos del mundanal ruido hasta su muerte-, ni, sobre todo, alteró sus elevados criterios respecto a la obra que producía, algo que se pone de manifiesto simplemente contrastando el número de piezas producidas por él e inventariadas, más de 750 óleos y 1.300 trabajos sobre papel, y las que hasta ahora han podido ser contempladas por el público, apenas unas 180, permaneciendo, por tanto, aún inéditas la gran mayoría.
Esta rareza, respecto a lo que ha ocurrido con la obra no sólo de sus colegas contemporáneos, sino, en general, con la de prácticamente la totalidad de los artistas de nuestra época, resulta que no lo es tanto cuando se contempla su pintura, que está cargada de una escalofriante. empatía psicológica, estética y moral, por no hablar de las complejidades técnicas afrontadas con una insólita determinación implacable. Estoy hablando, claro, de la obra de un visionario al que no le importó tener que atravesar todos los desiertos imaginables e inimaginables para estar a la altura de sus videncias artísticas.
Sin concesiones
En cualquier caso, para aquilatar el esfuerzo estupefaciente de esta bella y ejemplar agonía en pos de lo sublime resulta particularmente oportuna una exposición como la actual, ya que en ella se nos proporciona útiles elementos de juicio -toda la primera gran sala en la que vemos una decena de cuadros entre 1936 y 1947, a través de los cuales no sólo apreciamos sintéticamente los fondeaderos esenciales de contexto y del propio Still, sino lo seminal de su forma de pintar- y, además, evidentemente, los radiantes puntos de referencia de la madurez solitaria de este extraordinario artista, para el que no sirve ninguna de las etiquetas usuales, ni la de la gestualidad bravía, ni la de vaporosidad metafísica, ni aun siquiera la de la acción ensimismada, por referirme a lo más tópico.
Sin concesiones esteticistas, esta exposición resulta, desde mi punto de vista, todavía más admirable por lo que supone de afrontar lo abrupto y lo radical de la epopeya de Still: su conversión del fluido expresivo en un dramáticamente pastoso modelado a la espátula; su masa de colores enterrados que concluye la mayor parte de las veces en una orgánica y arriscada espesa laguna negra; su gótica y alucinada verticalidad, que constrata prodigiosamente con el sentido de casamiento horizontal, por yuxtaposición, de cuerpos independientes.
También su intencionada y muy dramática equivocidad entre fondo y superficie o entre figura y horizonte; su prodigiosa extensión o difusión de la sustancia pictórica más allá de los estrictos límites que encierran el cuadro; su punzante veta lírica subrayada con apenas un leve espasmódico temblor de la pincelada más fina de color que recorre como un escalofrío del espinazo del cuadro más herméticamente compacto; su anulación de las fronteras entre lo real y lo abstracto, que hacen de él el quizá más sublimado paisajista de la historia del arte...
En fin, que podríamos seguir así comentando no pocas de las características fundamentales de la obra de Gyfford Still, extraño y prodigioso místico que jamás apartó los pies de la pintura, porque la pintura fue su única materia nutricia, su único horizonte: la base y la altura, la horizontal y la vertical -la cruz- de su esfuerzo, ese desierto donde los eremitas hallan el incomparable premio de anunciar el mesías del porvenir dejándonos expectantes, en el suspenso de nuestra ciega, por atribulada, realidad.
Clyfford Still. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 1 de junio.
Babelia
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