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Una lección de hidalguía

Manuel Vicent

Sin molestar a nadie, dando con su enfermedad una última lección de hidalguía, ha muerto Juan García Hortelano. La inteligencia unida a una gran bondad siempre produce ironía: ésta fue la primera arma de este escritor. No amaba el brillo, no estaba para el mercado ni se esforzó nunca en representarse a sí mismo: escribía desde la sabiduría de las cosas, tenía muy arraigada la cultura de la izquierda por encima de cualquier derrota y no era dogmático, sino un rojo de toda la vida. Le gustaban las mujeres sin ser un pendón, se sabía de memoria el vino de todas las tabernas sin ser un borracho clásico.Nunca perdió su estampa de funcionario castizo, y con ella entró en el mundo literario, cayendo directamente en medio de una élite de finos alcohólicos que daban un premio en Barcelona por los años de la tosferina. Vi por primera vez su imagen en la solapa del libro que ganó el Premio Seix Barral y el Formentor, una novela suya de tedio y playa. Antes el autor había sido retratado con su figura ancha y el bigotito cuajado de guardia civil bajo los pinos de Soller entre gente que ya comenzaba a tomar una postura divina en los sofás. No le iba aquel diseño de intelectual o señorito de buen corazón, pantalón de pliegues, jersey de pico, amante de obreros lejanos y del whisky muy a mano en una mesa de Bocaccio, la calle de Tuset, pero del mismo modo que García Hortelano ha entrado en la muerte con la mayor delicadeza, así atravesó la vida, sin perder la naturalidad a pesar de estar siempre rodeado de colegas que nunca han cesado de decir cosas brillantes, malvadas, cínicas, ficticias.

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Estuve con García Hortelano en el gabinete del duque de Alba en el palacio de Liria, y mientras allí Jesús Aguirre nos contaba unas finuras estéticas a lo Walter Pater, el escritor, recostado en un dulce canapé bajo un óleo de Gainsborough, fumaba negro y hablaba del Rayo Vallecano. Nunca un bufón hubiera sido más cruel. También he viajado con él en compañía de Juan Benet para dar charlas a tres bandas en alguna ciudad, y desde el Jaguar con el volante a la derecha el ingeniero hablaba del jurásico cuando atravesábamos una determinada loma, daba lecciones de puentes, de presas, de resistencia de materiales, del románico, del gótico, y Hortelano siempre asentía como suelen hacer los buenos escuderos, y a mí me parecía aquella humildad una provocación, pero al final la resolvía con una salida desenfadada llena de calor humano aunque no menos corrosiva. Yo los seguía al pie de las catedrales. Ambos iban mirando hacia la crestería: uno es alto, flaco, inteligente y ácido; el otro era apaisado, sabio, natural, funcionario. Y así se ha ido.

Juan García Hortelano siempre había dicho que los funcionarios aman su oficina sobre todas las cosas: allí les venden libros, relojes, telas de traje, jamones. Sin salir del ministerio les remiendan los zapatos. Ese talento de funcionario de obras públicas ligado a la inteligencia desencantada y a la bondad del corazón que te lleva a las pequeñas sustancias, a las, pasiones cotidianas, han constituido la clave de este escritor. Un final de milenio lo concede todo: se puede ser asesino, estafador, caníbal, impostor. Estos tiempos tan duros te permiten ser todo menos cursi. García Hortelano lo sabía. Puso todo su empeño en pasar por este perro mundo sin perder las maneras de un ciudadano medio que se da cuenta de las cosas sin claudicar jamás. Aparte de esta gran obra, escribió otros importantes libros.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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