Libia, castigada
LA RESOLUCIÓN de castigo aprobada el martes por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, por 10 votos a favor y cinco abstenciones, contra Libia exige a ésta la entrega -antes del 15 de abril- de seis de sus ciudadanos implicados en los sabotajes aéreos de Lockerbie y Níger so pena de que se le impongan duras sanciones. La ONU recupera así la firmeza que exhibió durante el verano y el otoño de 1990. En aquel momento, tras la invasión de Kuwait por Irak, el organismo internacional había aprobado una retahíla de decisiones contra el régimen de Bagdad que habían conducido a la imposición de sanciones, primero, y al desencadenamiento de las hostilidades, después. Hoy, como entonces, el Consejo ha invocado el capítulo VII de la Carta que, si fuere preciso, haría posible el uso de la fuerza para doblegar al sancionado.Se trata, sin duda, de la actividad político-diplomática predilecta de quienes creen posible un orden internacional apoyado en la coacción ejercida desde un organismo que reúne a las naciones de la Tierra. Y es preciso volver a recordar que el escepticismo que nace de la aplicación de la coacción a los que menor capacidad de resistencia tienen no es óbice para que los castigados puedan ser, en efecto, culpables y merecedores de sanción.
El caso concreto de la intervención de Libia en los sabotajes ilustra bien el doble rasero. Desde el primer momento, en el asunto del jumbo de la Pan Am en Lockerbie, las investigaciones exhaustivamente realizadas por agentes británicos y norteamericanos permitieron acusar no sólo a dos agentes libios, sino también a un terrorista palestino que actuaba por cuenta de Siria (otro de los países que se han hecho tristemente célebres en el amparo e instigación del terrorismo). Pero la pista de Damasco se volatilizó en el mismo momento en que Siria se convirtió en una de las piezas clave de la ofensiva aliada contra Irak y volvió a la aparente respetabilidad internacional. Si EE UU y el Reino Unido pretenden mantener el rigor que debiera dictarles la imparcialidad que se espera de líderes mundiales, es imprescindible que dejen de escamotear datos y expliquen claramente toda la verdad del caso Lockerbie, incluso si implica al presidente Asad.
Por otra parte, enfrentado con un embargo de armas, la suspensión de sus comunicaciones aéreas y la forzosa reducción de sus misiones diplomáticas en el mundo, el coronel Gaddafi no va a tener más remedio que entregar a los seis sospechosos a la justicia occidental. Y ello por mucho que la Liga Árabe, solidaria con él, intente aplazar la imposición de las sanciones.
Gaddafi se resiste no por un prurito de defensa de sus nacionales, sino porque sabe que del juicio de éstos se deducirá la acusación de su Gobierno. Por esta razón ha recurrido a toda clase de maniobras dilatorias, la última de las cuales ha sido solicitar el amparo del Tribunal de la Haya (¿Gaddafi pidiendo ser protegido por el ordenamiento internacional que durante décadas ha burlado?). El Consejo de Seguridad no ha hecho caso, probablemente porque la verdadera faz del líder libio no es la del débil desamparado frente a los poderosos, sino la del dictador que, como Sadam Husein antes que él, hace chantaje con la salida de los extranjeros de su territorio.
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