¿Qué agricultura necesita Europa?
EDGARD PISANI La agricultura continental está en crisis. El sistema de producción, inmerso en una vertiginosa carrera animada por las industrias del sector y por los comerciantes, ha llegado a ignorar a la tierra y al hombre. El evidente despilfarro provoca, según el articulista, la necesidad de definir la agricultura que necesita Europa.
Hace 30 años, la agricultura europea tropezaba con menos dificultades y planteaba menos problemas que en la actualidad, mientras que producía dos veces menos y había el doble de explotaciones agrícolas. Los responsables políticos parecen incapaces de definir perspectivas, los líderes agrícolas no saben expresar ninguna reivindicación pertinente, los agricultores se desesperan y la opinión pública, lejos de permanecer indiferente, se hace preguntas y se inquieta. Sin duda, al mundo agrícola le toca una parte de la crisis que atraviesa el mundo entero; sin duda, la internacionalización de los intercambios siembra confusión en los ánimos y en las organizaciones; sin duda, la crisis del empleo urbano hace que el éxodo rural del que se alimentó la revolución industrial durante mucho tiempo pierda todo significado, y, sin duda también, la agricultura ha alcanzado ese punto a partir del cual las inversiones y las entradas tienen un rendimiento cada vez menor. ¿Supone eso que hay que esperar, sin intentar nada nuevo, el fin de los campesinos? ¿No ha llegado el momento de definir qué agricultura necesita Europa, más que deslomarse, torpemente por otra parte, corrigiendo los errores y las imperfecciones de la política agrícola común?Este artículo no pretende responder a todas esas preguntas, sino, más bien, abrir varias vías de reflexión sobre las que puede volverse más tarde.
La política agrícola común, cuyo trigésimo aniversario acabamos de celebrar (las primeras medidas se adoptaron en enero de 1962) tenía dos objetivos estratégicos: asegurar la libre circulación de productos entre seis países, hasta entonces separados por fronteras infranqueables, y, de esa manera, fundar el mercado común, y también asegurar el autoabastecimiento de alimentos en un continente con un subsuelo escaso en recursos y, por consiguiente, vulnerable y frágil. A través de la libre circulación, la protección de las fronteras exteriores y las ayudas a la exportación, la política agrícola comunitaria (PAC) ha alcanzado su doble objetivo estratégico. Las técnicas de intervención por las que optó no le permitieron alcanzar los objetivos sociales que le asignaba el tratado: al beneficiar a la producción y no a los hombres, favoreció a las grandes explotaciones y a las regiones ricas, y en ningún caso logró detener el éxodo del campo.
Dado que había alcanzado sus objetivos macroeconómicos y no había realizado sus ambiciones sociales, la PAC merecía haber sido revisada. La regla de unanimidad que presidía las deliberaciones del Consejo hizo que esta reforma fuera imposible. Ésta debería haberse emprendido en los años 1972-1975. En su defecto, las salidas se multiplicaron, los excedentes -a menudo artificiales- se inflaron, los competidores de la CE empezaron a mostrarse más agresivos, el mito europeo se puso en cuestión y, mientras la Comunidad seguía construyéndose, los campesinos empezaron a dudar.
Reparto de cargas
Además, en un conjunto en. el que cooperaban ya 12 países, surgió el problema del reparto de las cargas y de las ventajas. La PAC puso en peligro la estructura que había creado y, de año en año, se prefirió ir arreglando los pequeños desperfectos en lugar de plantar cara a los problemas que se planteaban: su lugar en el panorama agroalimentario internacional, su papel dentro de la dinámica comunitaria, su aportación a los productores a quienes había implicado en un costoso progreso, el futuro de las zonas rurales en las que la agricultura ya no es lo que era, el papel del paisaje rural en una sociedad en plena transformación y en un entorno cada vez más frágil.
Se optó por poner fin a una práctica a la que Francia estaba especialmente ligada, y que consistía en considerar la agricultura como un ámbito aparte, que por razones socioeconómicas escapaba a los rigores de la competencia y a las meras leyes del mercado. La creación de un espacio económico de 12 se ajustaba a esa idea, pero la protección de las fronteras favoreció el desarrollo de la producción. Ahora es Europa como tal la que tiene que abrirse. Se ve conminada a ello por Estados Unidos, que es su procurador ante el acuerdo general sobre aranceles aduaneros y comercio (GATT). Está claro que no podría discutirse el principio de la tendencia hacia la internacionalización de los mercados y que éste debe ser aceptado, acompañado por la práctica de los Estados. Asimismo, antes de renunciar, hay que profundizar en un análisis que los doctrinarios del liberalismo consideran un sacrilegio. Sacrilegio porque el laissez-faire laissez-passer es una religión, aunque ellos desearían que sus reglas se aplicaran con más rigor a los otros que a ellos mismos.
Ante el GATT, que es donde pide especialmente que la aplicación de la regla se someta a reajustes y demoras, la Europa agrícola no está sola: Japón y Suiza son abominables proteccionistas. Los países del Tercer Mundo que padecen déficit alimentario tienen que proteger a sus agricultores frente al desorden de los mercados mundiales. Los precios mundiales no pueden ni compararse con los precios fijados en esos países por los propios exportadores. Y si, por ejemplo, África y el mundo árabe abrieran completamente sus fronteras, ni una ni otro podrían aspirar a ser autosuficientes. Es un mecanismo diabólico: los precios mundiales son inferiores a los precios de coste de los países en vías de desarrollo. Para evitar la tensión que los amenaza, esos países importan sus productos alimenticios básicos. Al hacerlo, malgastan sus divisas e impiden el desarrollo de la producción nacional; los países en vías de desarrollo, a merced del mercado libre, nunca llegarán a ser autosuficientes: importarán productos que podrían producir y no podrán ya importar los bienes y los equipos que necesitan para desarrollarse.
El modelo de producción agrícola que prevalece en los países industrializados es enormemente, escandalosamente, despilfarrador. Los sorprendentes rendimientos que se obtienen hoy en día se alcanzan gracias a la utilización de máquinas, de abonos, de pesticidas, de sistemas de irrigación. Pero se destruyen 10 calorías de combustible para producir, al menos en algunos casos, una sola caloría de alimentos. La mayoría de las veces la proporción es de cinco o seis a una. En los países en vías de desarrollo, la proporción está prácticamente invertida. Cuando el mundo cuente con ocho millones de habitantes, ¿podrá alimentar a cada uno de ellos sobre la base del despilfarro? ¿No ha llegado el momento de inventar un sistema de producción más económico? Seguramente.
Tomemos un ejemplo: en la región de Ile-de-France, en Holanda, en la llanura del Pó, en ciertas regiones de España, de Portugal, de Bélgica o de Alemania, se riegan los campos de cereales o de remolacha. Al hacerlo se agotan los estratos subterráneos para producir excedentes costosos. Veamos otro ejemplo: el trigo, cuyo rendimiento es de casi 100 quintales por hectárea, tiene un escaso valor alimenticio, y en Europa se importa trigo de refuerzo para conseguir un pan aceptable. En resumen, con un gran coste para la naturaleza, se crean unos excedentes de los que luego cuesta mucho deshacerse. ¿No ha llegado el momento de pensar en un modelo diferente?
En definitiva, la necesaria reconversión de la política agrícola no debe hacerse bajo la coacción del GATT, sino considerando un futuro que ya puede tenerse en cuenta. Y Europa debe decidir qué agricultura necesita en su continente tal y como es y en el mundo tal y como se está elaborando, en función de ese futuro de múltiples aspectos. El sistema de producción, inmerso en una loca carrera animada por las industrias para agrícolas y por los comerciantes, ha llegado a ignorar a la tierra y al hombre. La tecnociencia, que es la única que puede librarnos del hambre, debe emprender otros caminos. En cuanto a los teóricos del mercado, tienen que enterarse de que la seguridad alimentaría no se consigue cuando el excedente de unos compensa cuantitativamente el déficit de otros, sino cuando cada región alcanza un equilibrio relativo.
es director del Instituto del Mundo Árabe de París y asesor de François Miterrand.
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